jueves, 30 de mayo de 2013

El Hobbit, una aventura inesperada



The Hobbit: An Unexpected Journey. Peter Jackson (dirección y guión); Guillermo Del Toro, Philippa Boyens, Fran Walsh (guión). EEUU, Nueva Zelanda, 2012.



Grita dos veces como lechuza de granero y una como lechuza de campo y haremos lo que podamos (Thorin a Bilbo)


Hace no tanto tiempo aprendimos que resulta inconveniente comprar gaseosa antes de entrar al cine. De hecho, es necesario ir al baño dos o tres veces antes de que empiece la película. Porque la bendita Industria, en un manotazo desesperado, descubrió que por unos pocos dólares más en el presupuesto puede brindarnos 3 horas de entretenimiento sin intervalo. Por no hablar de que los contratos de derechos se pautan por trilogías.

Hay una ganancia y una pérdida en esto, como en todo. Son pocos los títulos que han podido enriquecerse con estas extensiones. En general, a la mayoría de las películas les sobra poco menos de la mitad.

Para no perder mi costumbre de defender lo indefendible, me propuse hacer trinchera en La Comarca para decir que disfruté de El Hobbit, Una aventura inesperada,  como pocas veces me pasó en un cine. La vi en 3 oportunidades, cosa que suma unas 9 horas en total. La vi en 3D en el Imax, después en 2D convencional y nuevamente en 3D pero a 48 fotogramas por segundo. Y sé que todavía me esperan 2 secuelas con una rutina similar, para cerrar el 2014 con casi 28 horas de esa Tierra Media neozelandesa que se suman a las ya incontables horas que pasaron desde el estreno de El Señor de los Anillos allá en diciembre de 2001.

Me pregunto qué es lo que disfruté, o qué película no vieron los que publicaron críticas desde la decepción, con alegatos geniales como “hipertrofia narrativa”, longitud exesiva, o “conflictos tan mortecinos y poco estimulantes”. Para responder esa pregunta, repasemos primero algunos datos.

La filmación de El Hobbit venía anticipándose desde 2008, cuando Peter Jackson se proponía como productor y Guillermo del Toro como director. En el medio hubo huelgas, reclamos gremiales, instancias judiciales, estudios en quiebra (MGM), estudios incendiados, atentados, renuncia del director mexicano, sets montados en 4 países diferentes y un desfile de nombres que nos quemó la cabeza a los que tratábamos de pescar un spoiler entre tanta basura que circulaba en internet.

Finalmente, a principios de 2011, en una astuta maniobra de difusión, Peter Jackson tomó cartas en el asunto y comenzó a publicar periódicamente cortos documentales (videoblog) de las distintas instancias del rodaje. Cosa que sirvió para captar la ya desesperanzada atención de los fanáticos. Adelantó que no serían dos precuelas sino una nueva trilogía, donde tendríamos la oportunidad de ver algunos episodios que se cuentan en El Silmarilion y en los Apéndices a  El Señor de los Anillos y que ayudan a explicar qué pasó durante los 60 años que hay entre el descubrimiento del Anillo Único y el inicio de la Guerra del Anillo. Desde el vamos, las medias tintas y los voto-en-blanco estaban quedando afuera de la fiesta: la promoción apuntaba directo al corazón de los tolkienianos de pedigrí.

Los guionistas de El Hobbit se vieron obligados a resolver un problemón: cómo hacer de un libro que es seis veces más breve que El Señor de los Anillos, una trilogía de 9 horas en total. La productora exigía 3 entregas, separando los estrenos cada 12 meses. Y, por más que leyeran y releyeran El Hobbit, la historia no daba para 3 películas (ni para 2). Así que echaron mano a todo lo que podían para inflar el relato. Pero, como dije al principio, hay una ganancia y una pérdida, como en todo.
La pérdida (la desilusión) es fácil de rastrear. Basta con elegir al azar cualquier escena y ver que la duración de cada plano está llevada al extremo de lo soportable. Que los diálogos abundan en redundancias y que cada escena se divide en secciones pares de tensión y reposo.
Es en la ganancia (lo más literario de todo este asunto) donde aparece la polémica, y donde hay que poner bastante entusiasmo para dar con algo positivo. Pero vale la pena, ya que es posible encontrar algunos lujos, brillos difíciles de ubicar en otras películas del género, incluso en las versiones extendidas de El Señor de los Anillos.

Ante todo, hay que recordar que Peter Jackson no es un tipo que salga a hacer una película de apuro. El despliegue de locaciones, vestuario, maquillaje y todo el trabajo de arte que nos había sorprendido en la trilogía anterior, fue explotado al máximo, superando técnica y obsesivamente sus propios logros. Desde los primeros videoblogs, empezó a mostrar un batallón de gente trabajando. Y volvimos a ver, no solo a los actores que habían brillado antes, sino a los ilustradores y artistas responsables de una iconografía que acompaña a la obra de Tolkien desde décadas antes del estreno de la primera película (como es el caso de Alan Lee y John Howe). Por lo que me parece algo injusto negar que para escribir el guión, que al parecer es lo más atacado, no se trabajó con la misma dedicación.
Una película (igual que una novela) se puede inflar de muchísimas maneras, y lamento desilusionar a los detractores, pero los recursos que se utilizaron para convertir El Hobbit en una trilogía no fueron tomados al azar. En muchas escenas, incluso, aprovecharon para desarrollar conceptos que habían quedado desplazados en los recortes que se habían hecho al guión de El Señor de los Anillos.
Uno de los procedimientos que creo mejor logrados es la inclusión de las canciones. Recordemos que Tolkien también era un poeta y que en toda su obra aparecen canciones ahí donde la narrativa se encuentra escasa de recursos. En cada canción se enuncian costumbres, idiosincrasias, mitos y cosmogonías particulares, que sirven en su mayoría para ligar un episodio puntual con una línea de acontecimientos más general.
En El retorno del Rey, la tercera de la saga anterior, es donde aparecen dos canciones al modo tolkieniano: la que canta Pippin durante la cena de Denethor (con un excelente clip de imágenes de guerra) y la que canta Aragorn en la ceremonia de coronación. Para El Hobbit echaron mano a este recurso y lo llevaron al extremo. Hay cinco canciones, cada una con un tratamiento diferente, de las cuales me detendría en estas tres: “Far over the Misty Mountains cold”, con los enanos cantando en coro; después “Chip the glasses and crack the plates”, mientras limpian la casa de Bilbo demostrando el modo de trabajo cooperativo de los enanos; más adelante hay una canción interpretada por el Rey Trasgo en esa especie de anfiteatro inframundano, donde se lo muestra casi como una estrella de televisión, actualizando una función de circo romano. También cantan los trolls mientras cocinan y Gollum tratando de despellejar un bocadillo, pero en la narrativa audiovisual parecen menos importantes.

Por otro lado, y comparable a lo que ocurre con las canciones, vimos escenas completas creadas exclusivamente para la película. Episodios que no existen en la prosa de Tolkien, pero que cumplen la función de explotar ciertas características de los personajes que van un poco por fuera de la línea argumental. Para construir estas escenas, como las de Radagast el pardo, se utilizó un recurso tan tolkieniano que se vuelve casi redundante: generar un relato en base a la oposición de dos fuerzas (naturaleza-industria, vida-muerte, salud-enfermedad, egoísmo-solidaridad).

Otro subterfugio interesante tiene que ver con la caracterización de los enanos. No se debe tomar a la ligera como trabajo de guionista el hecho de tener que diferenciar 13 personajes que suelen mostrarse en bloque. Contamos con un ejemplo: la versión animada de 1977 de Arthur Rankin y Jules Bass (articulada por la excelente composición de “The Ballad of the Hobbit”, escrita por Maury Laws). Los enanos aparecían de a pares idénticos y en general no había diferencia entre un par de enanos y otro salvo por el color de la barba o el sombrero.
Para esta nueva trilogía, los guionistas cuentan con la posibilidad de desarrollar 13 personalidades diferentes y van a aprovechar todos los minutos que puedan para desviar hacia ahí la atención del espectador.
Esta necesidad de desarrollar caracteres, con la premisa de dar cuerpo a algo que parece no poder traducirse al lenguaje audiovisual, conjuntamente con la incorporación de personajes inexistentes en el libro, es de las cosas más criticadas por los tolkienianos más conservadores. Pero este tradicionalismo no es privativo de la pedigrí. Los puritanos que suelen salir del cine quejándose de que una película no es igual al libro (o que no se ajusta a los límites impuestos por el texto), seguramente se olvidan de que en toda adaptación hay una lectura, por ende, una visión parcial e intencionada de la obra. Exactamente lo mismo que le ocurre al lector particular frente a la novela.
Podría citar dos o tres ejemplos que fueron polémicos en su momento, porque fue el autor mismo el que estaba disconforme con el film y, sin embargo, tuvieron muy buena aceptación del público: La Naranja Mecánica de Stanley Kubrick y La Historia sin Fin de Wolfgang Petersen. Ésta última, incluso con el pedido de Michael Ende de quitar su nombre de los títulos iniciales, cuenta sólo el primer tercio de la novela y se va por la tangente en las secuelas desviando por completo el sentido original que quiso darle el autor. En el primero de los ejemplos, si bien Anthony Burgess elogió el trabajo del director, lamentó la omisión del último capítulo, ya que el guión estaba basado en la edición norteamericana. Podría incluir Blade Runner, en la que también se cambia el enfoque que parece tener la novela.
Esta controversia desemboca en una pregunta obvia, aunque muchas veces desoída: ¿A qué van al cine los fundamentalistas de la mímesis? Cuestión que, creo yo, sólo se puede responder si se redirige hacia uno mismo: ¿A qué voy al cine?
Si mi intención es recibir puro entretenimiento visual y auditivo, no es El Hobbit lo que tengo que ir a ver, sino Rápido y Furioso 18, por ejemplo.
Si mi intención es ir a ver a Tolkien, debería considerar ir a este otro lugar
Ahora, si lo que pretendo es ir a ver la lectura que Peter Jackson tiene sobre la Tierra Media y su historia, la iconografía tolkieniana más difundida, y el trabajo de los actores. En ese caso es más posible que pueda disfrutar de la película.
Al discutir con algunos amigos lectores de Tolkien sobre estas cuestiones, suelo citar que la introducción a El Señor de los Anillos es un tedioso inventario de características de los Hobbits y sus aburguesadas costumbres, pero que marca de entrada una forma de apreciar el mundo (tal vez esté ahí el foco tolkieniano), y desde ese lugar cobran un sentido más rico los acontecimientos que se relatan a lo largo de la obra: la importancia del tabaco, las reservas forestales, los asuntos familiares, el hogar y el descanso, la taberna, la mitología y las canciones. Estas son las cosas que se ven amenazadas, no el linaje de un rey ni la prosperidad económica, sino esos pequeños placeres que Peter Jackson sí supo entender y llevar a la pantalla grande. Todo lo demás es producto de mercado.

Juan Pablo Cozzi

viernes, 17 de mayo de 2013

El cine del futuro

Sucker Punch. Zack Snyder (dirección), Zack Snyder y Steve Shibuya (guión). EE.UU, 2011


Zack Snyder es, dentro de los directores de la estirpe hollywoodense, uno de los pocos que merece mi atención incondicional. Su cine es una celebración de la voluntad de estilo lograda a través de la técnica: está repleto de escenas cuya plástica barroca (composición basada en el detalle, manipulación de la velocidad de imagen, efectos especiales) pueden verse tanto como virtud o defecto. A muchos les incomoda el exceso. Por lo general, sus películas (para ejemplos, Dawn of the Dead [2004] y Watchmen [2009]) han aunado tanto buena recepción crítica como comercial. Pero en su última obra -y primera en la que él está totalmente a cargo en rol de autor y productor- la relación cambió. No hay más que observar los datos que expone el agregador de reseñas Rotten Tomatoes para advertir el maltrato al que se ha sometido Sucker Punch, una propuesta cinematográfica cuanto menos incomprendida que sobrepasa la magra habilidad de los críticos al momento de sopesar algo nuevo.


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No vamos a resumir acá los pormenores de la trama; para eso existe Google. Baste decir que Sucker Punch narra la progresiva introducción de la mirada en diferentes estratos de la realidad, que se corresponden con las alucinaciones escapistas de una joven en problemas. O, para ilustrarlo con un ilustrativo tagline que ha pululado en la web, sería algo como Alice in Wonderland with machine guns. Fantasía y armas. Golpes. Disparos. Explosiones. Batallas imposibles. El agujero del conejo que en el vértigo de lo visual captura nuestra fascinación.


He ahí una clave: fascinación. Lo fascinante es aquello que no permite al que ve apartar su mirada, aquello que se erige como foco de atención hacia cuya gravitación cede nuestra voluntad. Sucker Punch es, ante todo, fascinante. En la textura digital de sus imágenes, en esa concreción sintética que conjura la animación mágica, el espectador cae presa del éxtasis.

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Voy a proponer una aserción en plan meta: un vicio recorre la escena de la crítica cinematográfica (entendemos aquí el término «crítica» en su sentido más prosaico: el reseñismo). Ese vicio o afición falaz consiste en informarse un Modelo Ideal de Película que opera como preclaro patrón de comparación a partir del cual medir la calidad de las cintas que entran en el circuito de distribución; todos los filmes reales que coincidan con tal Modelo van a ser catalogados como buenos filmes, a los demás les será denegada la entrada a la república del reconocimiento. No hace falta resaltar la actitud grosera que encarna este procedimiento, que al intentar homologar la multitud de películas existentes (y por existir) a sólo unos pocos principios aceptables, pierde de vista justamente las anomalías, los matices diferenciales que dotan de especificidad a la producción. Aquello que, en definitiva, las hace especiales. No obstante, a la crítica en general le incomoda lo especial porque ve ahí la amenaza de lo singular, de lo inclasificable: el monstruo que rompe la norma. Ahora bien, Sucker Punch, por su desenfreno, es monstruosa: transgrede los límites de la mesura para instalarse en el registro del desborde espectacular. Para ello, tiene que sacrificar algunos componentes. Veamos cuáles.
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Consideremos lo siguiente: las objeciones que le han caído a Sucker Punch vienen casi todas del mismo lado: se quejan del guión, del weak plot, del sinsentido del argumento y la incoherencia, de la pobre personalidad de los personajes. Quizá note el lector una recurrencia: las críticas apelan a deplorar los elementos que integran el universo argumental. En definitiva, todo lo escrito. ¿Y qué pasa con esa otra escritura que dota al cine de su propio lenguaje? ¿Qué pasa con las imágenes, con las secuencias, con la cinemática? ¿A qué lugar se la relega cuando se resalta el valor del texto literario en detrimento del texto visual? Y por último, una cuestión de política crítica: ¿por qué leer una película desde unas coordenadas que ella no reclama, y que se demuestran como injustas?
La salud mediocre de las supuestas buenas películas descansa en el acato a las convenciones de lo que podríamos llamar tradición clásica: la superstición de que el guión ocupa un lugar preeminente, el mandato de tener que contar una historia. Dejando de lado el hecho de que Sucker Punch no renuncia al guión (no del todo, al menos), lo cierto es que sí torpedea el imaginario de la corrección cinematográfica, tomando al guión como punto de partida -como excusa, si se quiere- para el subsecuente despilfarro fílmico. Snyder no se guarda nada: el desequilibrio entre lo argumental y los modos de representación es el garante para que este director hiciera estallar el cine muy desde dentro, con la certeza de que el séptimo arte está sobredeterminado por su naturaleza visual. Su película nos recuerda el asombro impresionante que, en su origen, el cine inyectaba en los espectadores, como cuando los hermanos Lumiere proyectaban sus cintas y el público se asustaba por el hiperrealismo de las imágenes. Algo nos fue arrancado, parece querer decir Snyder, nos han quitado la capacidad de maravillarnos. La única manera de recobrarla es llevar al cine hasta su propia imposibilidad, hacerlo colisionar con sus formas inherentes; en definitiva, restituirle su carácter de experiencia sensorial.
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Sucker Punch es la obra de una mente cuyo horizonte de fruición se confirma en los muy diversos materiales de la cultura pop; su método, la agregación de fuentes y un desquiciado remix referencial. En definitiva, el homenaje de un friki a esos productos que lo alimentaron en su formación cinéfila. ¿Qué es lo que deseas? ¿Sugerentes y aguerridas chicas que parecen haber sido extraídas de algún anime lolicon? ¿Samurais gigantes empuñando cañones giratorios? ¿Dragones, castillos y orcos? ¿Soldados nazis zombies en un contexto steampunk? ¿Droides de batalla? ¿Mechs? Acá lo hay todo. A raudales.
Snyder es consciente de que apunta a un público muy específico, e incluso podríamos decir que ese es un efecto residual: su filme no está hecho para complacer a nadie más que a sí mismo, en un ejercicio de autosatisfacción sin precedentes. Es cine hecho desde el placer, no desde la burocracia del contrato asediado por productores ávidos de éxito. Es cine de derroche, de gasto suicida. Es el cine de Snyder cuando Snyder no está limitado por la vigilancia escrutadora del deber. Si ya le conocíamos el gusto por la estetización excesiva, en Sucker Puch dicha obsesión se lleva al extremo, desplegándose en una psicotrópica orgía pirotécnica donde la razón no tiene mucho que ver pero los sentidos sí, porque encuentran la amalgama estimulante que los va a seducir durante el metraje. Apuntemos, además, que el baile sensual de Baby Doll, táctica mediante la cual hipnotiza a los clientes del burdel que la aprisiona, viene a confirmar tal hecho, en una suerte de juego metafórico. Eso: la danza de las imágenes al ritmo demencial de la acción non-stop. Sucker Punch es como una droga de diseño que ataca esa zona del cerebro donde sólo importa la percepción y el high inmediato. Y a diferencia de otras producciones, es honesta, increíblemente honesta, pues no simula pretender ser otra cosa más que lo que es: un espectáculo desorbitado, fuera de rango, que arremete con la potencia irreverente de lo inefable.
Sucker Punch es nada más (y nada menos) lo que su nombre indica: un golpe directo, a traición, que no respeta las reglas del combate. Un impacto que desarma al adversario a partir de lo inesperado. Un puñetazo arrojado en dos direcciones: al espectador, que ya no podrá salirse del influjo imprevisto del choque, por un lado; y al sistema del cine, por otro. Sucker Punch es el cine que ha traspasado sus fronteras, que ha roto su identidad, frágil de por sí: un organismo postcinematográfico que ha adoptado las estrategias narrativas del videojuego, la estética de los videoclips musicales, el ansia de acción descontrolada del fantasy y la ciencia ficción. Un artefacto extraño, quizá el único auténticamente propio que el siglo XXI ha dado a luz. Original, sí: porque sabe de dónde proviene y cómo manipular sus influencias. No es el cine de hoy, sino el cine de mañana, del próximo decenio. Cine prospectivo, anticipado a su tiempo.

Puede que este texto funcione como advertencia, pero no se preocupen. No van a estar preparados.



Ignacio Irulegui

domingo, 12 de mayo de 2013

Room 237



Room 237. Rodney Ascher (dirección). EEUU, 2012.

¿Cuál es el significado oculto (se asume que lo hay) en El Resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980)? Pues no hay uno sino varios, según los entrevistados, “estudiosos” del tema.
Los más interesantes y mejor argumentados son las referencias  al Holocausto (un tema que obsesionaba a Kubrick, de hecho había comenzado la producción de “Aryan Papers”, basada en la novela “Wartime Lies” de Louis Begley (1991) a principios de los años 90) y al genocidio de los indígenas norteamericanos. En el mismo sentido, pero de forma más amplia, una de las interpretaciones apunta a las claves para superar un pasado horroroso, tal vez volviendo al eje central de la novela: los horrores personales y familiares.
La película es deliciosa en un aspecto: desmenuza ciertas escenas en detalles increíblemente detallados (diría Cantinflas) y permite descubrir mensajes ocultos, errores en la filmación, ¿bromas de Kubrick?, ¿casualidades malinterpretadas como mensajes codificados? (por ejemplo el color del Volswagen). También se hace un detallado análisis de la “geografía” del hotel (si bien no se extraen conclusiones interesantes al respecto).
Sin dudas el clímax de la película es la propuesta que El Resplandor es una confesión de Kubrick, expresando su remordimiento por haber ayudado a la NASA y la CIA a falsificar la llegada a la Luna en 1969. Hay que reconocer que la cosa no carece absolutamente de sentido. Y sí… Si vas a falsificar la llegada a la Luna no vas a llamar a Roger Corman. Después de 2001 (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968) el standard de calidad en efectos especiales había sido claramente determinado. La teoría de la conspiración para falsificar la llegada del hombre a la Luna es un producto típico de nuestra era (comunicación en masa horizontal y en tiempo real y gente con mucho tiempo libre) e incluso provocó que “Buzz” Aldrin con setenta y pico de pirulos trompeara a uno que lo jodía con eso. Y merecidamente. Quiero decir: el tipo fue a la Luna en una nave que tenía menos capacidad computacional que mi celular y viene uno a decirle mentiroso e insultarlo… perdonen el lenguaje excesivamente coloquial, pero es para cagarlo a trompadas. Se puede ver acá: http://www.youtube.com/watch?v=wptn5RE2I-k
Volviendo a Room 237: Los argumentos en este sentido provienen sobre todo de estudiar las diferencias entre la novela y la película. ¿Porque se cambió el número de la habitación más terrorífica del hotel de 217 en la novela, a 237 en la película? ¿Porque? ¿Eh? ¿Será porque la distancia media de la Tierra a la Luna es de 237.000 millas? (en realidad son 238.857 millas). ¿Y no dice el personaje Dick Hallorann: "It's just like pictures in a book, Danny. It isn't real"? “No es real”, ¿entienden? ¿Y las gemelas? Cuando vi por primera vez a las gemelas en el corredor casi me meo. Una referencia obvia al Programa Géminis de la NASA (1965-1966, el anterior al Programa Apollo). Y acá Room 237 sí que la pega con el detalle del sweater que usa Danny en la escena. Véanlo que no quiero meter un “spoiler” más grande que Godzilla (y encima un spoiler retrospectivo a 1980). 
Aunque varios se lo tomaron en serio, era un mockumentary sobre Kubrick y el alunizaje, el que realizara William Karel en 2002 titulado “Dark Side of the Moon”. Se puede ver completo acá: http://www.youtube.com/watch?v=JOlc6ARbPas
Un documental en serio, pero que sostiene esencialmente lo mismo que el que era en broma, fue el realizado en 2011 por Jay Weidner: “Kubrick's Odyssey: Secrets Hidden in the Films of Stanley Kubrick; Part One: Kubrick and Apollo”. Donde se analizan, entre otras cosas, las evidencias de confesión en El Resplandor. De nuevo, uno de los ejes centrales en estas interpretaciones son las diferencias entre la película y la novela. Si bien, Kubrick y King trabajaron juntos unos meses en el guión, después Kubrick, para molestia de King, hizo lo que se le cantó separándose de la novela grandemente.
La novela, en mi opinión lo mejor que ha escrito Stephen King, también es enormemente sugestiva y, al menos potencialmente, llena de significados ocultos. O es una buena historia de terror. De terror del de verdad. El que sale de los seres humanos. Yo lo leí luego de ver la película de Kubrick y antes de ver la que fuera guionada por el propio King (The Shining, miniserie de TV, 1997); engrana el terror fantástico con la psicología y la familia de los personajes. El tema de la novela, lo que representa el hotel, son las relaciones humanas degeneradas (en las que prácticamente todos los personajes de la novela están involucrados de un modo u otro) como forma de terror. Evidentemente Stephen King es un notable novelista y un mediocre guionista.
Un comentario de Stanley Kubrick sobre la novela: “Parecía tener un extraordinario balance entre lo psicológico y lo sobrenatural, de tal modo que te llevaba a pensar que lo sobrenatural podía ser explicado por lo psicológico: ´Jack debe estar imaginando estas cosas porque está loco´. Esto te permitía suspender la duda sobre lo sobrenatural hasta que te habías metido tanto en la historia que podías aceptarlo sin siquiera notarlo”.
Un comentario de Stephen King sobre la película: “Es el error de un hombre que está tan seguro de que es incapaz de cometer un error que eligió hacer una película de un género que no comprende”
Interesante es aprovechar la volada, además, para ver Making 'The Shining' (Vivian Kubrick, 1980), pequeño documental casero de 35 min, de la nena de Kubrick, que se paseaba por el set cámara en mano. Parece una sucesión desprolija de tomas en video detrás de cámaras y de los actores en su tiempo libre del rodaje, pero trata de centrarse en las dotes de Kubrick como director de actores.

Víctor Raggio