The Hobbit: An Unexpected Journey. Peter Jackson (dirección y guión); Guillermo Del Toro, Philippa Boyens, Fran Walsh (guión). EEUU, Nueva Zelanda, 2012.
Grita dos veces como lechuza de granero y una como lechuza de campo y haremos lo que podamos (Thorin a Bilbo)
Hace no tanto tiempo aprendimos que resulta
inconveniente comprar gaseosa antes de entrar al cine. De hecho, es necesario
ir al baño dos o tres veces antes de que empiece la película. Porque la bendita
Industria, en un manotazo desesperado, descubrió que por unos pocos dólares más
en el presupuesto puede brindarnos 3 horas de entretenimiento sin intervalo.
Por no hablar de que los contratos de derechos se pautan por trilogías.
Hay una ganancia y una pérdida en esto, como en
todo. Son pocos los títulos que han podido enriquecerse con estas extensiones.
En general, a la mayoría de las películas les sobra poco menos de la mitad.
Para no perder mi costumbre de defender lo
indefendible, me propuse hacer trinchera en La Comarca para decir que disfruté
de El Hobbit, Una aventura inesperada,
como pocas veces me pasó en un cine. La vi en 3 oportunidades, cosa que
suma unas 9 horas en total. La vi en 3D en el Imax, después en 2D convencional
y nuevamente en 3D pero a 48 fotogramas por segundo. Y sé que todavía me
esperan 2 secuelas con una rutina similar, para cerrar el 2014 con casi 28
horas de esa Tierra Media neozelandesa que se suman a las ya incontables horas
que pasaron desde el estreno de El Señor de los Anillos allá en diciembre de
2001.
Me pregunto qué es lo que disfruté, o qué
película no vieron los que publicaron críticas desde la decepción, con alegatos
geniales como “hipertrofia narrativa”, longitud exesiva, o “conflictos tan mortecinos y poco estimulantes”. Para responder esa pregunta,
repasemos primero algunos datos.
La filmación de El Hobbit venía anticipándose
desde 2008, cuando Peter Jackson se proponía como productor y Guillermo del
Toro como director. En el medio hubo huelgas, reclamos gremiales, instancias
judiciales, estudios en quiebra (MGM), estudios incendiados, atentados,
renuncia del director mexicano, sets montados en 4 países diferentes y un
desfile de nombres que nos quemó la cabeza a los que tratábamos de pescar un
spoiler entre tanta basura que circulaba en internet.
Finalmente, a principios de 2011, en una astuta
maniobra de difusión, Peter Jackson tomó cartas en el asunto y comenzó a
publicar periódicamente cortos documentales (videoblog) de las distintas
instancias del rodaje. Cosa que sirvió para captar la ya desesperanzada
atención de los fanáticos. Adelantó que no serían dos precuelas sino una nueva
trilogía, donde tendríamos la oportunidad de ver algunos episodios que se cuentan
en El Silmarilion y en los Apéndices a El Señor de los Anillos y que ayudan a
explicar qué pasó durante los 60 años que hay entre el descubrimiento del
Anillo Único y el inicio de la Guerra del Anillo. Desde el vamos, las medias
tintas y los voto-en-blanco estaban quedando afuera de la fiesta: la promoción
apuntaba directo al corazón de los tolkienianos de pedigrí.
Los guionistas de El Hobbit se vieron obligados
a resolver un problemón: cómo hacer de un libro que es seis veces más breve que
El Señor de los Anillos, una trilogía de 9 horas en total. La productora exigía
3 entregas, separando los estrenos cada 12 meses. Y, por más que leyeran y
releyeran El Hobbit, la historia no daba para 3 películas (ni para 2). Así que
echaron mano a todo lo que podían para inflar el relato. Pero, como dije al
principio, hay una ganancia y una pérdida, como en todo.
La pérdida (la desilusión) es fácil de
rastrear. Basta con elegir al azar cualquier escena y ver que la duración de
cada plano está llevada al extremo de lo soportable. Que los diálogos abundan
en redundancias y que cada escena se divide en secciones pares de tensión y
reposo.
Es en la ganancia (lo más literario de todo
este asunto) donde aparece la polémica, y donde hay que poner bastante
entusiasmo para dar con algo positivo. Pero vale la pena, ya que es posible
encontrar algunos lujos, brillos difíciles de ubicar en otras películas del
género, incluso en las versiones extendidas de El Señor de los Anillos.
Ante todo, hay que recordar que Peter Jackson
no es un tipo que salga a hacer una película de apuro. El despliegue de
locaciones, vestuario, maquillaje y todo el trabajo de arte que nos había
sorprendido en la trilogía anterior, fue explotado al máximo, superando técnica
y obsesivamente sus propios logros. Desde los primeros videoblogs, empezó a
mostrar un batallón de gente trabajando. Y volvimos a ver, no solo a los
actores que habían brillado antes, sino a los ilustradores y artistas
responsables de una iconografía que acompaña a la obra de Tolkien desde décadas
antes del estreno de la primera película (como es el caso de Alan Lee y John
Howe). Por lo que me parece algo injusto negar que para escribir el guión, que
al parecer es lo más atacado, no se trabajó con la misma dedicación.
Una película (igual que una novela) se puede
inflar de muchísimas maneras, y lamento desilusionar a los detractores, pero
los recursos que se utilizaron para convertir El Hobbit en una trilogía no
fueron tomados al azar. En muchas escenas, incluso, aprovecharon para desarrollar
conceptos que habían quedado desplazados en los recortes que se habían hecho al
guión de El Señor de los Anillos.
Uno de los procedimientos que creo mejor
logrados es la inclusión de las canciones. Recordemos que Tolkien también era
un poeta y que en toda su obra aparecen canciones ahí donde la narrativa se
encuentra escasa de recursos. En cada canción se enuncian costumbres,
idiosincrasias, mitos y cosmogonías particulares, que sirven en su mayoría para
ligar un episodio puntual con una línea de acontecimientos más general.
En El retorno del Rey, la tercera de la saga
anterior, es donde aparecen dos canciones al modo tolkieniano: la que canta
Pippin durante la cena de Denethor (con un excelente clip de imágenes de
guerra) y la que canta Aragorn en la ceremonia de coronación. Para El Hobbit
echaron mano a este recurso y lo llevaron al extremo. Hay cinco canciones, cada
una con un tratamiento diferente, de las cuales me detendría en estas tres: “Far
over the Misty Mountains cold”, con los enanos cantando en coro; después “Chip
the glasses and crack the plates”, mientras limpian la casa de Bilbo
demostrando el modo de trabajo cooperativo de los enanos; más adelante hay una
canción interpretada por el Rey Trasgo en esa especie de anfiteatro
inframundano, donde se lo muestra casi como una estrella de televisión,
actualizando una función de circo romano. También cantan los trolls mientras
cocinan y Gollum tratando de despellejar un bocadillo, pero en la narrativa
audiovisual parecen menos importantes.
Por otro lado, y comparable a lo que ocurre con
las canciones, vimos escenas completas creadas exclusivamente para la película.
Episodios que no existen en la prosa de Tolkien, pero que cumplen la función de
explotar ciertas características de los personajes que van un poco por fuera de
la línea argumental. Para construir estas escenas, como las de Radagast el
pardo, se utilizó un recurso tan tolkieniano que se vuelve casi redundante:
generar un relato en base a la oposición de dos fuerzas (naturaleza-industria,
vida-muerte, salud-enfermedad, egoísmo-solidaridad).
Otro subterfugio interesante tiene que ver con
la caracterización de los enanos. No se debe tomar a la ligera como trabajo de
guionista el hecho de tener que diferenciar 13 personajes que suelen mostrarse
en bloque. Contamos con un ejemplo: la versión animada de 1977 de Arthur Rankin
y Jules Bass (articulada por la excelente composición de “The Ballad of the
Hobbit”, escrita por Maury Laws). Los enanos aparecían de a pares idénticos y
en general no había diferencia entre un par de enanos y otro salvo por el color
de la barba o el sombrero.
Para esta nueva trilogía, los guionistas
cuentan con la posibilidad de desarrollar 13 personalidades diferentes y van a
aprovechar todos los minutos que puedan para desviar hacia ahí la atención del
espectador.
Esta necesidad de desarrollar caracteres, con
la premisa de dar cuerpo a algo que parece no poder traducirse al lenguaje
audiovisual, conjuntamente con la incorporación de personajes inexistentes en
el libro, es de las cosas más criticadas por los tolkienianos más
conservadores. Pero este tradicionalismo no es privativo de la pedigrí. Los
puritanos que suelen salir del cine quejándose de que una película no es igual
al libro (o que no se ajusta a los límites impuestos por el texto), seguramente
se olvidan de que en toda adaptación hay una lectura, por ende, una visión
parcial e intencionada de la obra. Exactamente lo mismo que le ocurre al lector
particular frente a la novela.
Podría citar dos o tres ejemplos que fueron polémicos
en su momento, porque fue el autor mismo el que estaba disconforme con el film
y, sin embargo, tuvieron muy buena aceptación del público: La Naranja Mecánica
de Stanley Kubrick y La Historia sin Fin de Wolfgang Petersen. Ésta última,
incluso con el pedido de Michael Ende de quitar su nombre de los títulos
iniciales, cuenta sólo el primer tercio de la novela y se va por la tangente en
las secuelas desviando por completo el sentido original que quiso darle el
autor. En el primero de los ejemplos, si bien Anthony Burgess elogió el trabajo
del director, lamentó la omisión del último capítulo, ya que el guión estaba
basado en la edición norteamericana. Podría incluir Blade Runner, en la que
también se cambia el enfoque que parece tener la novela.
Esta controversia desemboca en una pregunta
obvia, aunque muchas veces desoída: ¿A qué van al cine los fundamentalistas de
la mímesis? Cuestión que, creo yo, sólo se puede responder si se redirige hacia
uno mismo: ¿A qué voy al cine?
Si mi intención es recibir puro entretenimiento
visual y auditivo, no es El Hobbit lo que tengo que ir a ver, sino Rápido y
Furioso 18, por ejemplo.
Ahora, si lo que pretendo es ir a ver la
lectura que Peter Jackson tiene sobre la Tierra Media y su historia, la
iconografía tolkieniana más difundida, y el trabajo de los actores. En ese caso
es más posible que pueda disfrutar de la película.
Al discutir con algunos amigos lectores de
Tolkien sobre estas cuestiones, suelo citar que la introducción a El Señor de
los Anillos es un tedioso inventario de características de los Hobbits y sus aburguesadas
costumbres, pero que marca de entrada una forma de apreciar el mundo (tal vez
esté ahí el foco tolkieniano), y desde ese lugar cobran un sentido más rico los
acontecimientos que se relatan a lo largo de la obra: la importancia del
tabaco, las reservas forestales, los asuntos familiares, el hogar y el
descanso, la taberna, la mitología y las canciones. Estas son las cosas que se
ven amenazadas, no el linaje de un rey ni la prosperidad económica, sino esos
pequeños placeres que Peter Jackson sí supo entender y llevar a la pantalla
grande. Todo lo demás es producto de mercado.
Juan Pablo Cozzi