miércoles, 26 de junio de 2013

El hombre, el acero y el superhombre FX



 Man of Steel. Zack Snyder (dirección); David S. Goyer (guión). Estados Unidos, 2013

Comencemos por lo más obvio: esta es la mejor película de Superman hasta la fecha. Sucede que esto tampoco dice demasiado. Si recapitulamos, las viejas películas de fines de los 70s han alcanzado un estado épico no del todo justificado, aunque podríamos decir que se debe a un gran reparto y esa idea de que “nunca habrá un Superman como Christopher Reeve”; otra premisa muy cuestionable. También producto de ese estado de “pseudo mártir “del actor que supo volar y terminó sus días sin poder caminar.
“The Man of Steel” se aleja del mundo cinéfilo establecido para este personaje, y esto es uno de sus mejores puntos. A diferencia de “Superman Returns” (2006) que funciona como un tributo constante (hasta el punto de utilizar material de archivo con Marlon Brando) de lo ya conocido para una nueva generación que no consiguió cautivar; quizás también como una oportunidad a no dejar pasar después del éxito de “Batman Begins” un año antes, pero de todas formas no fue suficiente.
Tras las reglas establecidas después de la trilogía del Batman de Nolan, esta película apunta a una cinta de ciencia ficción por encima de las fórmulas básicas del superhéroe. Lo cual resulta más convincente y, hasta podríamos pensar, la fórmula más obvia y necesaria para llevar a este personaje a la gran pantalla.
Podríamos dividir esta cinta en dos partes: “El Hombre de Acero” y “Superman”.
La primera abraca toda la parte más verosímil y desarrollada en cuanto a contexto y personajes se refiere. Vemos un Krypton mucho más trabajado en cuanto a su orden, tecnología y geografía. Es una mirada más orgánica, donde conviven diferentes especies animales y un sistema de castas de nacimientos controlados con una reminiscencia a “Ghost in the Shell” (Si, si, nada de “Matrix” aunque quédense tranquilos que hay dos personajes que reconocerán). La inminente destrucción de este planeta es producto del abuso de los recursos naturales y podemos ver que la falta de acción de los kryptonianos se debe también al escepticismo y un sistema burocrático tedioso.  Nada de esto es nuevo (ni para Superman, ni para la ciencia ficción) pero está muy bien plasmado y aporta al conjunto sin caer en una sobredosis de información.  Personalmente la estética kryptoniana me resultó más un cúmulo de influencias a un concepto original. Si pudiese haber visto más arena que formaciones rocosas, juraría que estaba viendo un remake de “Dune”.
“El Hombre de Acero” continúa desarrollando el personaje de Clark mediante la utilización de flashbacks. Esto está bien y funciona. Resaltando la disyuntiva del “hombre que un día cambiará el mundo” y la capacidad de aceptación y confianza por parte de la humanidad; con un Kevin Costner que remite a un tío Ben recto y sacrificado que solo le faltó decir “con un gran poder viene una gran responsabilidad”. Esta comparación podría sonar despectiva, pero todo lo contrario. Jonathan Kent se presenta como un modelo de moralidad y rectitud cansada, que al mismo tiempo denota una persona que se ve superada de a momentos por toda su situación y trata de funcionar como guía de la mejor manera que puede y sabe.  Por otra parte, Jor-El (Russel Crowe) aporta la otra cara paterna que, aunque deja en claro el amor por su hijo, nunca descansa en la figura típica del padre que busca en su hijo “ser mejor de lo que él fue”, sino que apunta a un bien mayor por la continuidad de su pueblo y el método “correcto” de proceder y la responsabilidad de Kal-El más allá de una búsqueda de individualidad y libertad personal.
Mientras tanto, Martha Kent (Diane Lane), funciona como un cable a tierra. Una de las pocas imágenes humanas que mantienen a Clark “terrestre” al mejor estilo “nadie se atreva a tocar a mi vieja” (cuando le da una paliza a Zod al son de “¿Cómo te atreves a amenazar a mi madre?” sonaba el tema del Carpo en mi cabeza, perdón, lo tenía que decir).
Todo el aspecto familiar del protagonista, aporta distintos puntos y miradas que denotan la fragilidad de estas personas, pero todas convergen en la responsabilidad y la rectitud, por lo que enriquece y humaniza a Clark para comprender sus formas de proceder y hacer todo el conjunto más verosímil.
El General Zod es la otra cara de todo este aspecto. Es el reflejo más maquiavélico y comprensible de la cara del mal. Sucede que tampoco podemos hablar de un “villano” o “malvado”, sino más bien de un radical, de un tipo formado en la guerra y el sacrificio que no repara (a diferencia de Jor-El) en los aspectos morales para con la continuidad de los kryptonianos. Uno de los aspectos más destacables (en lo personal) es el abismo que separa al padre del Clark con el General Zod. Si bien, ambos apuntan hacia el mismo lado, sus contextos y formas claramente diferenciados enriquecen las dos partes sin necesidad de agregar más minutos a la cinta. Al fin de cuentas, todos los personajes (familiares y alienígenas) en torno a Clark funcionan para el crecimiento del personaje sin nunca llegar a cansarnos. Es un buen ejemplo de cómo deberían funcionar los personajes secundarios.
Otro punto, quizás el más discutible de todos, es la “nueva” Luisa Lane. Personalmente me gustó, pero más por su función de alejamiento de la fórmula básica y estereotipada. Se asemeja más a una Lara Croft o una co-protagonista de film de Indiana Jones, lo cual no está mal para marcar una especie de power girl del siglo XXI diferenciada de la “pobrecita que precisa que la recaten”. Sin embargo, en algunos aspectos, este alejamiento pareciera ajeno a toda la fórmula, haciéndole falta un toque más de elegancia y buena pinta. Seamos sinceros, para la facha que tiene Superman, los primero planos dejan en claro que Luisa le saca una década de ventaja y que, entre escenas, probablemente se escondía a comerse una cheeseburger.
Después de la primera parte, con la llegada a la Tierra del General Zod, nos apartamos de “El Hombre de Acero” y comienza “Superman”; un despliegue de efectos especiales al estilo “Transformers 3”, un “veamos que tan épico podemos hacer todo esto” apuntando principalmente al entretenimiento. Nos volvemos más bagalleros, impresionables y agradecemos haber comprado el pop extra grande. No tiene nada de malo y funciona… ¡Es Superman! Todos esperamos este momento. Sin embargo el quiebre que se genera entre todo el desarrollo de la primera parte y la sobredosis de acción de la segunda, es un poco brusco para mi gusto. Esto no hace que decaiga la película ni mucho menos, pero su aspecto blockbuster se vuelve sumamente evidente y debemos comenzar a digerir los cheesy one liners de los cuales veníamos escapando. Esto, para mí, fue una de las pocas decepciones del film. Si bien Jor-El y Jonathan Kent son un despliegue de monólogos elegantes, predecibles y correctos, tiene un finalidad que funciona para todo el conjunto. Mientras frases como:”Dicen que después del primer beso todo va cuesta abajo” (tras el primer beso entre Clark y Luisa) nos hacen gritar: ¡No había necesidad!
Uno de los elementos de la fórmula “cine de superhéroes verosímil” a la cual nos hemos acostumbrado, radica en esconder o disimular los clichés típicos del género.  En este caso en particular, la ciencia ficción de “El Hombre de Acero” con el cine de super héroes de “Superman” se vuelve más evidente por culpa de estos pequeños tropiezos.
Sin embargo esto no nubla la superestructura de un film bien hecho, que sienta las bases para una nueva franquicia que tiene cosas por mejorar, pero que ha dejado en claro que Superman se ha ganado una nueva oportunidad en el mundo del cine.

Ignacio Viera


miércoles, 19 de junio de 2013

Adaptando a Laiseca

Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo. Gastón Duprat y Mariano Cohn (dirección); Andrés Duprat (guión, basado en cuento de Alberto Laiseca). Argentina, 2011


Admito que fui prejuiciosa cuando vi la tapa de la película. La dupla Disi-Lopilato no me entusiasmaba. Hablo de dupla porque a Eusebio Poncela le tenía más fe. Pero, acepto con placer que me equivoqué y mi ojo mal entrenado, no tenía razón. 

 De Gastón Duprat y Mariano Cohn, los directores de la película, ya tenía certezas. Había visto El Artista (2008) y El hombre de al lado (2009). Después de estas dos buenas experiencias,  tenía fichas listas para ponerlas en Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo (2011). Me quedo corta si digo que me gustó.

El condimento fundamental y a mi entender, imprescindible que hace que esta película entre en mi top 10 de favoritas (si es que existe tal cosa) es que es un film que adapta un cuento del maestro Alberto Laiseca. La tarea está lograda con eficacia, sobre todo porque el mismísimo Laiseca participa como narrador (con imagen, no sólo voz en off) y eso suma 500 puntos para el espectador, sobre todo si el espectador es un ávido lector. 

El cuento homónimo diverge entre distintos puntos de realidades que aparentemente, son diversas. Hay un personaje principal, llamado Ernesto e interpretado por Emilio Disi, que gracias a un golpe del destino (o de suerte, aunque si la ven entenderán por qué puse “destino”), puede cambiar su realidad casi por arte de magia. El personaje de Eusebio Poncela le concede la posibilidad de viajar al pasado, al momento o el año que Ernesto prefiera, para poder –desde ese “nuevo lugar”- cambiar su vida y enmendar sus errores. El personaje de Poncela, le ofrece la posibilidad de reivindicarse como hombre, de salir de la mediocridad que siente y de darle a su mujer una vida más digna. Por supuesto que la confusión de Ernesto es enorme pero se decide y acepta la propuesta. Con sólo decirle a su mujer: “Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo”, Ernesto viaja inmediatamente al punto que eligió para reanudar su existencia, pero con la experiencia del hombre maduro que es. Además, hay un pacto económico detrás: Si Ernesto cumple y vive esa vida bien que escogió, se hará dueño de una importante suma de dinero y luego de un tiempo, todo volverá a la normalidad. Claro que, todo tiene un precio y Ernestito lo pagará paso a paso, en sus nuevas elecciones.

El personaje de Ernesto tiene esta posibilidad, elige e intenta resignificar su destino  pero, en el fondo, sigue siendo el mismo. El film muestra un contraste entre la ambición,  los errores y la mediocridad que de fondo, se mantiene intacta. Cuando termina la película, hay una suerte de mensaje que queda flotando en la cabeza y que dice incesantemente: «El momento es ahora, ¡no lo desperdicies!»

Angie Pagnotta

martes, 18 de junio de 2013

Superman, superhéroes y ciencia ficción

Man of Steel. Zack Snyder (dirección); David S. Goyer (guión). Estados Unidos, 2013

Parece trivial señalar que, hecha la excepción de las tres Batman de Christopher Nolan, a la DC Comics no le ha ido bien en lo que a adaptaciones al cine de sus personajes respecta. El desastre de Green Lantern (Martin Campbell, 2011) fue más que suficiente, por supuesto, pero las cosas se ven un poco peor si las comparamos con la buena fortuna que ha tocado a la Marvel en su división cinematográfica.

Más específicamente, incluso, podemos pensar que ya desde las dos flojas Superman de Richard Donner -y el par de mamarrachos que siguió- y las fallidas (cuando no espantosas) Batman de Burton y Schumacher, por no mencionar la más reciente Superman Returns (Bryan Singer, 2006) -que, entre otras cosas, adolece de una relación demasiado tributaria con producciones que no justifican  devoción de esa magnitud-, los personajes más emblemáticos del panteón DC han sido sistemáticamente maltratados en la pantalla grande, con películas realizadas pensando ante todo en parasitar la popularidad del personaje en su medio original, con un mínimo de esfuerzo cinematográfico o incluso argumental. Es cierto, además, que mucha mejor suerte ha tenido el universo animado de la DC, con no pocos largometrajes excelentes, aunque eso, a los efectos de esta nota, es claramente otra historia.

El caso es que Man of Steel ha venido, en mi opinión, a curar las heridas de la DC. Podría defenderse su lugar entre las mejores películas de superhéroes (junto a The Avengers, de 2012, y The Dark Knight, de 2008), podría insistirse en su obvia condición de la película más satisfactoria realizada sobre el personaje de Siegel y Shuster, pero también vale la pena centrarse en un aspecto concreto: el giro ofrecido por esta película desde una ficción de superhéroes hacia una trama de ciencia ficción, y las consecuencias que de ello cabe pensar.

Para empezar, no hay muchas cosas que le puedan pasar a los superhéroes en una película o, si vamos al caso, en cualquier relato: pueden, de hecho, (1) enfrentarse con un enemigo sorprendentemente poderoso, (2) perder sus poderes o (3) inmiscuirse en asuntos que cambian significativamente el universo o el mundo. Ejemplos de (3) son, claro está, las sagas de DC Crisis en Tierras Infinitas (Marv Wolfman, George Pérez et al, 1985) y Hora Cero (Dan Jurgens y Jerry Ordway, 1994). Ejemplos de (2) abundan en el cine, incluyendo Spider Man 2 (Sam Raimi, 2004) y Superman 2 (Richard Lester/Richard Donner, 1980), y, evidentemente, (1) es un argumento esencial al género (el largometraje de animación Superman: Doomsday, de 2007, basta como ejemplo). Evidentemente los tres argumentos aquí propuestos como básicos al género superheroico pueden combinarse en la trama de un relato concreto; Man of Steel, de hecho, usa bastante de (3), no poco de (1) y muy poco de (2); de hecho, podría incluso -un poco binzantinamente, por cierto- pensarse en una suerte de "dosificación" o de "proporciones" de cada asunto básico a la hora de crear un argumento.

En cualquier caso, si bien todos estos tópicos son fácilmente reconocibles en Man of Steel, la película propone una serie de llamadores de atención que la vuelven bastante singular en el corpus de ficciones cinematográficas de superhéroes. El más notorio, quizá, es su importante carga de ciencia ficción. En efecto, la extensa secuencia de apertura, instalada -con lujo de detalles- en Krypton (presentado con notorio exotismo, incluyendo formas animales y geológicas) incorpora temas típicamente cienciaficcioneros como ser la distopía (en Krypton la "libertad individual" es anulada en favor de un planeamiento genético-sociológico), la catástrofe (un planeamiento de desarrollo no sustentable lleva no sólo a agotar los recursos de Krpyon, lo cual termina ocasionando su destrucción, sino que además las colonias en otros planetas son abandonadas) y el tema (tratado más levemente pero de todas formas presente) a la Prometheus (Ridley Scott, 2012) del origen de la humanidad por acción de una especie alienígena, ya que la película sugiere que la Tierra fue uno de los puestos de avanzada de la expansión de Krypton, 20.000 años antes del presente, por lo que una acción civilizadora a la "antiguos astronautas" queda vagamente (no conclusivamente, por supuesto) sugerida. Está, además, el tema del alienígena que padece penurias en su vida entre los humanos (The man who fell to Earth, de 1976) y que busca y encuentra su origen olvidado o desconocido, además del tópico de la terraformación (es decir la modificación radical de una ecología planetaria para servir las necesidades de una especie en particular; uno de los ejemplos más notorios de este tema narrativo es la serie de Marte escrita por Kim Stanley Robinson) y la permanente referencia a tecnologías alienígenas sumamente avanzadas.

Estos asuntos y temas están presentados de una manera notoriamente visible en Man of Steel, y cabría pensar una justificación para ello que, además, proponga una vinculación con el género superheroico. Así como es posible presentar un número mínimo de argumentos posibles para las ficciones del género, también es posible pensar una suerte de clasificación de sus personajes. Tenemos así (1) personajes esencialmente "realistas" cuyos poderes derivan del uso o desarrollo de una tecnología creíble o mínimamente extrapolada, combinado con ciertas aptitudes personales igualmente creíbles pese a que puedan ser extraordinarias (Batman, Flecha Verde, Daredevil, Punisher, etc), (2) personajes evidentemente fantásticos o de fantasía, que pertenecen a un universo mágico o mitológico (Thor, Spectre, Dr. Strange, el primer Linterna Verde, Wonder Woman, Spawn, etc) y por último (3), los personajes claramente incorporables a tópicos de ciencia ficción (Superman, los Linterna Verde de la Silver Age, Los 4 Fantásticos, X-Men, quizá Iron Man, etc). Es evidente, entonces, que un planteamiento más satisfactorio (más creíble, cabría acotar) de Batman -por poner un ejemplo- será el que mejor tenga en cuenta su naturaleza digamos "realista" (estoy eludiendo, evidentemente, la posibilidad de ficciones del tipo team-up a la Avengers, así como también la del enfrentamiento de un héroe de tipo 3 -Iron Man, digamos- con un villano de tipo 2 -el Mandarín-, o cualquier otra combinación), y de hecho ese es precisamente el camino elegido por Nolan en su trilogía sobre Batman. Superman, por tratarse de un personaje del tipo 3 (alienígena exiliado a la Tierra tras la destrucción de su planeta natal), requiere un tratamiento de ciencia ficción, cosa que Man of Steel cumple de principio a fin. De hecho, la ciencia ficción aquí -en el campo de ficciones posibles sobre Superman- es lo que podríamos llamar la "única opción realista" (o "creíble"), en tanto un abordaje a la Batman Begins resultaría en extremo incompatible con el personaje -del mismo modo que la posibilidad de una trama más de fantasía y mitología a la Thor (por más que en la película de 2011 sugiera la equiparación arthurclarkiana de magia con tecnología avanzada) podría haber redundado en una ficción más simplista o incluso "infantil".

A la vez, es fácil percibir cómo una película como Avengers está firmemente anclada en el género superheroico. Es decir: la trama avanza en relación a una amenaza que termina por servir de elemento cohesivo a un grupo de héroes dispares: lo esencial, en ese sentido, es, precisamente, la constatación de las diferencias entre los superhéroes en cuestión y la manera en que encontraron cómo trabajar en equipo. Toda la trama, entonces, gira en torno al concepto del superhéroe como una individualidad específica (que pueda o no participar de una maquinaria que la trascienda es otra cosa: es, de hecho, lo que la película cuenta) y, por tanto, en gran medida el tema de la película es el concepto de superhéroe. Pero en Man of Steel lo "especial" de esa individualidad superheroica es su condición de alienígena, y lo que la película cuenta en ese sentido es las circunstancias de su decisión de sacrificar el vínculo con el origen (al eliminar a los últimos -y corruptos- kryptonianos) en favor del hogar adoptivo, la Tierra (es interesante que, muy a la Hamlet, un gran disparador de la ira de Kal-El es la amenaza a su madre... en este caso su madre terrestre). De hecho, las circunstancias de esa decisión también son vinculables a los ya mencionados tópicos de ciencia ficción que pueden leerse en la película, en tanto su condición de anomalía o individualidad extrema (el primer niño nacido de parto natural y sin planeamiento genético en Krypton, a la vez que, posteriormente, receptáculo de una gigantesca biblioteca de información genética) está vinculada (en tanto los detalles de su nacimiento) al tema de la distopía y a (en tanto la acción de su padre antes de enviarlo a la Tierra) la alta tecnología de los kryptonianos.

Otro elemento que desplaza ligeramente a Man of Steel desde el género superheroico hacia una categoría híbrida (o una nueva modulación de lo superheroico, mejor dicho) es la manera en que la condición "heorica" es pasada a varios personajes; vemos, por ejemplo, al editor Perry White enfrentando el peligro para rescatar a una de sus empleadas, además de constatar que la derrota de los invasores kyrptonianos se debe no sólo a los esfuerzos de Superman sino al trabajo en equipo con seres humanos más o menos "comunes y corrientes" (al menos en lo que a superpoderes se refiere). Los esfuerzos "meramente humanos" de esta película, de hecho, logran resultados, a diferencia de lo que vemos, por ejemplo, en Avengers, donde todo es resuelto por el equipo de superhéroes.

La película, por supuesto, resalta también por otras razones: la escena final de combate entre Superman y el general Zod, por ejemplo, es un paso adelante desde su equivalente en Matrix Revolutions (Wachowskis, 2003), en tanto (además del concebible avance tecnológico implicado a la hora de crear las imágenes en cuestión) incorpora la dimensión de la ciudad como escenario activo de la pelea, con destrucción de edificios y amenaza a los habitantes. Es evidente, de hecho, que los efectos especiales de Man of Steel están entre lo mejor que se ha visto en el cine de acción: las colisiones dan perfectamente la sensación de energía, de fuerzas, de objetos masivos (a diferencia, por ejemplo, de lo que puede verse en la Hulk del sobrevaloradísimo Ang Lee), lo cual, en última instancia, complementa esa suerte de "realismo" que se desprende del tratamiento más cienciaficcionero del personaje.

De hecho, parecería leerse entre líneas que los guionistas y el director han entendido algo que sigue eludiendo a muchos intelectuales: que la ciencia ficción se parece menos a lo fantástico que a una suerte de forma especulativa del realismo.

Ramiro Sanchiz

jueves, 13 de junio de 2013

“Mushishi”, esa vida que desconocemos.



Mushishi. Hiroshi Nagahama (dirección), basado en el manga de Yuki Urushibara. Japón, 2005-2006


Ginko es un viajero con un poder sobrenatural. Algo similar a un sexto sentido (sin dead people) que le permite observar a los “mushi”, una forma de vida que no comprendemos y que pocos son capaces de ver.
“Mushishi” no solamente da título a esta serie, sino que confiere un status a este personaje que investiga y trata a las personas que se ven afectados por estas formas de vida, desconocidas para la mayoría de los habitantes del Japón feudal.
No hay una explicación concisa y definitiva sobre lo que son los “mushi”. Personalmente me recuerdan mucho a los yokai, aunque en un plano mucho más vegetal y parasital que aquellos del folclore. No necesariamente requieren de huéspedes para su supervivencia, sin embargo el contacto con ellos puede acarrear resultados alucinógenos, enfermedades o paranoias, a personas que terminan por desconocer (o aceptar) su propia realidad o el factor que las altera.
Podríamos encontrar una similitud entre un “mushishi” y un exorcista, aunque no hay maldad o poderes demoníacos en este caso. Tampoco hay una forma definida para estos, por lo que sus apariencias o dimensiones varían desde un gusano, un arcoíris o un puente (entre muchísimos otros).
No hay “acción” en esta serie, ni una continuidad fija que nos cargue de ansiedad de un capítulo a otro, pero eso es lo que hace de esta animación mucho más interesante.
Lo mejor que otorga al espectador es el ritmo. “Mushishi”, carente de un montón de elementos que podrían ser necesarios para las urgencias y velocidades del espectador actual, ofrece una sensación de relax teñida con tristeza y oscuridad.
Sin embargo todo tiene un desarrollo inteligente y creativo, que mejor se disfruta en nuestro tiempo libre con una buena taza de café. Sus escenarios y la calidad de su animación son excelentes. Cada cuadro denota un trabajo impecable y un proceso que debe ser respetado por la intensidad de sus colores y detalles.
Si bien hay un contexto para con los personajes (o personaje, ya que son muy pocos los reincidentes), esta serie puede ser vista sin un orden predeterminado. Cada capítulo plantea una historia que comienza y termina sin dejar cabos sueltos para un conjunto, pero que nos hace revolver las reglas de cada capítulo para sacar algunas conclusiones por cuenta propia.
Siempre consideré a los orientales como unos de los mejores artesanos del imaginativo humano, y el mundo que plantea esta animación y la insuficiencia de datos sobre estas formas de vida, hacen que cada episodio nos enfrente con seres temibles y extraordinarios. Me recuerdan, de a momentos, a algunos ángeles de la serie Evangelion, los cuales estaban muy alejados de lo antropomórfico y nos dejaban repitiendo en voz alta: “que loco, nunca imagine un ángel con esa forma”.
Lo mismo sucede aquí con los “mushi”, aunque estos no buscan nuestra destrucción y probablemente ni siquiera reparen en nosotros.
No puedo recomendar esta serie, no por un tema de calidad (que sobra), sino sencillamente porque no es para cualquiera. Definitivamente apunta a un público adulto que quiere rescatar emociones que poco tienen que ver con la adrenalina. Sugiero ver los primeros tres capítulos (de un total de veintiséis) para dejarnos enganchar o pasar a otro género.
“Mushishi” no es una serie para todos, pero todos deberían darle, al menos, una oportunidad.

Ignacio Viera

domingo, 9 de junio de 2013

Los viejos trucos

Skyfall. Sam Mendes (dirección); Neal Purvis, Robert Wade, John Logan (guión). Estados Unidos, Reino Unido, 2012.

En mi opinión, Skyfall es la mejor película de James Bond en por lo menos 20 años, y probablemente pueda proponerse como una de las mejores entre las 23 basadas en el personaje creado por Ian Fleming. Es posible escribir una reseña que desarrolle y pretenda justificar este aserto; no es, sin embargo, lo que me interesa hacer aquí.

Prefiero pensar en (y partir de) lo que podríamos proponer como el "tema" de Skyfall: la confrontación entre un viejo saber y un mundo nuevo, la supervivencia de los "dinosaurios" (es decir aquellos capaces de operar cómodamente en el contexto de ese saber aparentemente perimido) y sus perspectivas de futuro. Este tema es rastreable indefinidamente hacia el pasado de la narrativa, por supuesto, pero es fácil señalarlo en ciertos westerns donde es construída una forma de la tensión entre un mundo nuevo -aparentemente más "civilizado", aunque pronto entendemos que esa civilización es otro espejismo- y las viejas costumbres de un mundo anterior, aparentemente más heroico (aunque pronto entendemos que en rigor eran, sí, un montón de salvajes). The Wild Bunch (Sam Peckimpah, 1969) sería un buen ejemplo, pero también podemos extender el tema a un marco más amplio y pensar en Rumble Fish (Francis Ford Coppola, 1983), con su apelación a una edad de oro ya desvanecida (en la que las bandas de adolescentes reinaban en la ciudad) y con su retorno del héroe de esos tiempos, Motorcycle Boy, que debe asumir -junto a su hermano y creyente, Rusty James- el cambio que ha sobrevenido al mundo.

En Skyfall la oposición es clara: el mundo analógico del siglo XX posterior a la Segunda Guerra Mundial, con su Guerra Fría y su edad de oro del espionaje, se enfrenta al paisaje digital de las primeras décadas del siglo XXI, después de la Caída del Muro de Berlín, de la URSS y las Torres Gemelas: el reino de Internet, el ámbito global de las transnacionales y los primeros albores de un orden mundial que trasciende el concierto de los estados-nación, el mundo de la información.

La oposición es trabajada de varias maneras en la película, entre ellas los diálogos entre personajes que representan al mundo analógico perimido (Bond, M) y los que han asumido el mundo nuevo y digital (Q, Silva). Hay, en cualquier caso, tres momentos donde esta confrontación dialogada se vuelve tan notoria que pasa a dominar la lectura en proceso de la película: el primer encuentro entre Bond y Silva, el primer encuentro entre Bond y el nuevo Q, y la interpelación de M.

El primero de los diálogos recién mencionados presenta con gran claridad el tema de la película, en tanto Silva señala que puede cometer todo tipo de actos terroristas desde su cuartel general, tan sólo con un click en sus computadoras. Se trata, entonces, de una representación del mundo digital: todo está conectado, todo es pasible de confluir en un único lugar, una suerte de aleph. El agente secreto -entendido también como aquel que viaja a ciertos lugares exóticos- es, entonces, un atavismo: no es necesario que alguien vaya y haga algo, cuando todo lo necesario puede accionarse desde el aleph. Pero Bond está ahí: no sólo ha viajado al lugar exótico por excelencia de la cultura occidental (el oriente) sino que, dentro de ese ámbito, ha "descendido" aún más lejos de su foco civilizador, más hacia los bordes del antiguo imperio (para el que Bond trabaja, evidentemente): desde Shanghai pasamos a Macao y de Macao a una isla olvidada, un gran pueblo fantasma rodeado por el océano. En la realidad, esta isla es conocida como Hashima y se encuentra a 20 km de la ciudad japonesa de Nagasaki; en la ficción de Skyfall, sin embargo, el paisaje fantasmal es reformulado a lo que parecería las ruinas de un establecimiento soviético (en base a una gigantesca estatua derrumbada que recuerda la arquitectura monumental de la URSS): se trata, entonces, de lo que ha quedado del viejo mundo de la Guerra Fría. Se nos dice, de hecho, que la isla fue "abandonada", lo cual sugiere el retroceso de la civilización, el retraimiento de un imperio. En ese entorno -las ruinas del viejo mundo- opera Silva, un sobreviviente de ese orden que ha asumido las pautas del nuevo. A esas ruinas atrae a Bond, allí dispone su trampa (en la ficción, Silva se deja atrapar por 007 como parte de su plan para asesinar a M).

(Silva, entonces, es el monstruo: desde la perspectiva del viejo saber evidentemente lo es, y como buen monstruo buscará matar a su progenitor, en este caso M, a la que no pocas veces llama su "madre"; pero Silva, también, es lo nuevo, o, mejor dicho, un agente del viejo orden que ha adoptado nuevas pautas, que ha comprendido los nuevos trucos. Para el nuevo mundo, entonces, Silva es normal, y Bond y M son los monstruos. La película se tensa en esta transfiguración e insiste, de todas formas, en presentar a Silva como un monstruo ante toda mirada).

El segundo diálogo sucede en un museo, ante la visión del esplendoroso arte del Imperio Británico. Concretamente, los personajes -Bond y Q- comentan una pintura de Turner ("The Fighting Temeraire tugged to her last berth to be broken up", conocida en español como "El Temerario remolcado a dique seco"); el significado propuesto por Q es claro: el gran barco de guerra ya se ha vuelto inútil y es llevado a su último destino, que podrá ser el desmantelamiento o la exhibición en un museo. La analogía es clara: la reliquia de un mundo anterior ya no tiene lugar en el nuevo y debe convertirse o bien en algo útil (en tanto sus partes podrán ser reutilizadas) o bien perder toda función ajena al signo de esos tiempos y permanecer así en un museo -o, en un ciclo de realidad/representación, en una pintura exhibida en un museo. Bond opta por cancelar la interpretación: no le interesa debatir sobre arte, aunque está en un museo mirando esa pintura (él la ha elegido, después de todo, no Q). Y el diálogo sigue: Q reutiliza el argumento de Silva: en piyama y antes de tomarse el primer té de la mañana, dice, puede hacer mucho más bien (como oposición al "mal" de Silva) que Bond en el mundo exterior (tanto Q como Silva, entonces, han abrazado lo nuevo, pero donde Q hace el bien, Silva es, también a los ojos del presente, un monstruo). Bond, por supuesto, replica: para tomar ciertas decisiones, dice, hay que estar en el mundo exterior. Pero la defensa no es fuerte y el diálogo se desvanece: Q le entrega un arma de alta tecnología y un transmisor de radio. Bond parece poco impresionado, y Q le pregunta si espera "una lapicera bomba". Esto es, evidentemente, una referencia a la profusión de gadgets o artilugios en las películas clásicas de Bond. "Ya no hacemos eso", es la sentencia final. Y no es difícil leerla como una referencia a las últimas películas del personaje, en las que la parafernalia de la era clásica es dejada de lado en favor de un contexto más "realista" (en una movida similar a la de la trilogía de Batman dirigida por Christopher Nolan).

El tercer diálogo es todavía más claro. Una ministra interpela a M y señala que "el mundo ha cambiado" y que ya no hay lugar para el viejo juego de los agentes secretos, representado por supuesto por M, la directora de la agencia MI6. Llegado el momento de la defensa, M señala que, desde su visión, los agentes siguen siendo necesarios, en tanto el mundo, pese a la hipertrofia de la conexión, que parecería volver todo visible, se ha vuelto, paradojicamente, más "opaco". Esta sentencia es memorable, y merece una mayor exploración. Un mundo opaco es aquel en el que los perfiles de las cosas no son reconocibles, donde no podemos identificar, es decir asignar una cosa a su nombre, a su condición de signo o, también, un significado a un significante. Es un mundo en el que el viejo saber (es decir la taxonomía, la administración de las palabras y las cosas) ya no funciona y no hay otra pauta de orden que lo haya remplazado con éxito. Si bien todo es visible, ningún contorno es apreciable: una metáfora adecuada sería la de un vasto mar, informe y caótico, como el del origen en los mitos. El mar, podríamos pensar, de la información, tematizado también en Cosmopolis, de Cronemberg, donde el protagonista, en su aleph-limusina, pese a su competencia digital, es incapaz de apreciar los patrones de evolución de los mercados. En esta perspectiva de un nuevo caos y opacidad el saber ha retrocedido. Está claro, a la vez, que Bond y M representan, precisamente, un saber, un orden, una pauta de intervención en lo real, un ordenamiento: ambos trabajan, después de todo, para un imperio, pauta ordenadora (en cuanto a establecimiento de una gramática, una taxonomía y un sistema económico) por excelencia. Pero se trata de un imperio "en ruinas" (como sentencia Silva) y de una pauta perimida: en el nuevo mundo, entonces, el saber parece haber desaparecido, remplazado por la información.

En cualquier caso, la película da un giro. El tercer diálogo es interrumpido por, precisamente, uno de los demonios que M invoca como la razón por la que los agentes del orden deben existir, incluso en un mundo que ha cambiado. Silva, entonces, encaja a la perfección en la lectura de las cosas realizada por M: sin darse cuenta (es decir que M lee más del mundo y mejor, que su sistema explica más), creyéndose -como lo es- un heraldo del nuevo mundo, se convierte en una figura clave en la lógica que permitirá la conservación del viejo. Los agentes del mundo pasado (representados aquí por los agentes del MI6 -cuerpo al que Silva perteneció años atrás) han encontrado su lugar en la nueva ordenación de las cosas. Su saber -ahora entendido como el saber propio del agente secreto: sus estrategias de sobrevivencia, sus pautas de violencia, su uso de las armas y la tecnología (porque está claro que Bond se adapta perfectamente a todos los cambios y sigue haciendo su juego ante cualquier paisaje)- es necesario: es funcional, funciona, está vivo.

De hecho, Silva, que ha movido recursos informáticos con virtuosismo sobrehumano, que ha vencido incluso a Q (representante del nuevo mundo digital que, sin embargo, no logra abrirse camino en el mar de la información y cae en la trampa de Silva), muere asesinado por un cuchillo: el arma más primitiva que vemos en una película que abunda en computadoras y sofisticación. Bond triunfa -el orden triunfa-, y lo hace gracias a los viejos trucos.

Esos viejos trucos incluyen el Aston Martin clásico de las películas de Bond, con su botón de eyección y sus ametralladoras disimuladas bajo los faros. Cuando los trucos de Q no funcionan, Bond hecha mano al repertorio del viejo mundo, el que había sido -hasta ahora- excluído de las nuevas películas. En rigor, entonces, el final de Skyfall restaura un viejo orden ficcional: tenemos a M, tenemos a Q y tenemos a Moneypenny, una vez más. Y Bond, por supuesto, sigue en activo, pese a su edad, pese a su -aparente- condición de dinosaurio, de fósil viviente. El tema, aquí, deviene metanarrativa: la película nos dice, también, que en el presente hay lugar para Bond y para las películas de Bond, para el arsenal de trucos y la vieja galería de personajes y supervillanos.

Evidentemente una lectura posible de todo esto es que Skyfall es, ante todo, una opción conservadora. El imperio británico y su MI6 sigue siendo necesario, se nos dice, y "¿se sienten seguros?", pregunta M en su interpelación. Los agentes, entonces, trabajan en esa dirección: ese es el orden para el que trabajan.

Curiosamente, la película además abunda en destrucción pasada más o menos por alto por la trama: un tren se descarrila y se abre camino por cámaras subterráneas, matando, cabe imaginar, a buena parte de sus pasajeros -aunque nunca sabemos cuántos-, Bond y Moneypenny operan en Estambul destruyendo más o menos todo a su paso, etc. La ecuación orden/desorden -en este sentido particular de "seguridad" ante la violencia de los terroristas- parece proponernos que cierto desorden es necesario y que, por tanto, la violencia del estado imperial también lo es.

Si quisiéramos ir más allá de esa lectura, a la vez, podríamos pensar que al retomar la oposición saber/información en el escenario de la era digital se abren varias posibilidades: primera, que la oposición en sí misma es un atavismo de la era analógica y que, ahora, no hace sentido: todo es información o todo es saber -un saber alienígena, cabe pensar, inabarcable en tanto ilimitado, pues sus límites no están definidos ni son definibles. El "orden" que imponen los agentes de MI6 no es, en rigor, más "orden" que la violencia terrorista (evidentemente la etiqueta de "terrorista" es pegada por el imperio, recordemos el viejo asunto de los freedom fighters como opuestos a los terrorists), y el "saber" de Bond no hace sino abrirse camino a golpes en el mar de la información. Un cuchillo liquida la cuestión: basta con saber arrojarlo. El saber se vuelve trivial: quizá nunca existió, sólo su espejismo o el fantasma convocado por los agentes del orden para dominarnos.

Segunda: si mantemos la noción de que una cosa es el saber y otra completamente distinta es la información, incluso ahora; si pensamos que el mundo "nuevo" evocado en Skyfall, el mundo digital, el mundo google, el mundo redes sociales, el mundo cámaras de vigilancia, el mundo-aleph, parte de un retroceso del saber en favor de la incognoscible información, entonces está claro que la opción conservadora, en última instancia, resuena con más significados: en el mar de la información el saber -plegado en minorías, en grupos pequeños- impone su orden: crea islas. La muerte de la vieja Tiamat o Pitón de los mitos, en manos del héroe solar y con el propósito de que pueda el caos pueda devenir en cosmos para que prevalezca la luz en las tinieblas, ya no tiene alcance global -no podría tenerlo-, pero, a la vez, sí parecería posible operar en pequeños escenarios, en micro-mundos. El paisaje se ha balcanizado: el mundo ya no es "uno". Si hay un mar -de la información-, también cabe imaginar que hay islas: burbujas de realidad para que San Jorge venza al Dragón, para que se codifique un saber y se mantenga en raya al mar de la información. Ese mundo-dentro-de-un-mundo es, en última instancia, una apertura a la diversidad, a la variación. Ya no sabremos hasta donde llega el mundo ni qué pautas lo gobiernan (de hecho asumimos que no hay tales pautas), pero aquí, aquí y ahora, en nuestro entorno, ordenamos estos metros cuadrados, esta isla que -como cuenta Silva en su primer diálogo con Bond- puede recorrerse a pie y en una hora.

Skyfall termina, entonces, ordenando un mundo ficcional: Bond ha pasado por todo tipo de cambios y ha asumido -a su manera- el presente, pero, en última instancia, sigue siendo Bond, y con él, a su alrededor, como en una suerte de cristalización, aparecen Moneypenny, M y Q. El Aston Martin ha explotado, sí, como sacrificio, pero en el futuro ese mundo habrá recuperado su antigua gracia. Si las tres últimas películas de James Bond, entonces, pueden pensarse como una suerte de reboot, el final de la tercera opera como una course correction: volvemos, más o menos, a lo mismo, gadgets más, gadgets menos.

Pero hay más: el perfil ficcional del Bond de Skyfall es complejo: estamos en 2013 y se nos habla de un "pasado" que, sabemos, se funde en estilo y espíritu con películas que retroceden hasta los años 60s y 70s, la propuesta edad de oro del espionaje. Evidentemente, el Bond interpretado por Craig no puede tener más de 40 o 45 años, y su origen en el puesto, puestos a conjeturar, no podría ubicarse sino a partir de la década de 1990 (es decir, después del Muro, después de la caída de la URSS: en el mundo nuevo, no en el viejo). Es cierto que un relato del origen es el que nos propone Casino Royale (Martin Campbell, 2006), donde el reboot es especialmente claro; la fecha propuesta por la trama de esta película, cabría pensar (en base a la tecnología en juego, por ejemplo) no puede, notoriamente, ser anterior al año 2000, por lo que el "pasado" del Bond de Skyfall no excede los 13 años. ¿Tiempo suficiente para volverlo un dinosaurio, para que sus raíces se hundan en un mundo pretérito, analógico y más heroico? Por supuesto que no. Las raíces con las que se juega en Skyfall no son las del Bond de Craig, el Bond "real" convocado dentro de la ficción de la película: son las del Bond arquetípico, por decirlo de alguna manera, el Bond metaficticio, el que pasa por Connery, Niven, Lazenby, Moore, Dalton y Brosnan. Esa confusión de niveles (un "Bond real" en la ficción y un "Bond arquetípico" aludido desde el tema) es, en cualquier caso, un pliegue de complejización de Skyfall, que, por esto, se vuelve todavía más interesante. ¿Termina siendo un argumento a favor de la afirmación con la que comienza este artículo? Quizá.

Ramiro Sanchiz