Zack Snyder es, dentro de los directores de la estirpe hollywoodense, uno de los pocos que merece mi atención incondicional. Su cine es una celebración de la voluntad de estilo lograda a través de la técnica: está repleto de escenas cuya plástica barroca (composición basada en el detalle, manipulación de la velocidad de imagen, efectos especiales) pueden verse tanto como virtud o defecto. A muchos les incomoda el exceso. Por lo general, sus películas (para ejemplos, Dawn of the Dead [2004] y Watchmen [2009]) han aunado tanto buena recepción crítica como comercial. Pero en su última obra -y primera en la que él está totalmente a cargo en rol de autor y productor- la relación cambió. No hay más que observar los datos que expone el agregador de reseñas Rotten Tomatoes para advertir el maltrato al que se ha sometido Sucker Punch, una propuesta cinematográfica cuanto menos incomprendida que sobrepasa la magra habilidad de los críticos al momento de sopesar algo nuevo.
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No vamos a resumir acá los pormenores de la trama; para eso existe Google. Baste decir que Sucker Punch narra la progresiva introducción de la mirada en diferentes estratos de la realidad, que se corresponden con las alucinaciones escapistas de una joven en problemas. O, para ilustrarlo con un ilustrativo tagline que ha pululado en la web, sería algo como Alice in Wonderland with machine guns. Fantasía y armas. Golpes. Disparos. Explosiones. Batallas imposibles. El agujero del conejo que en el vértigo de lo visual captura nuestra fascinación.
He ahí una clave: fascinación. Lo fascinante es aquello que no permite al que ve apartar su mirada, aquello que se erige como foco de atención hacia cuya gravitación cede nuestra voluntad. Sucker Punch es, ante todo, fascinante. En la textura digital de sus imágenes, en esa concreción sintética que conjura la animación mágica, el espectador cae presa del éxtasis.
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Voy a proponer una aserción en plan meta: un vicio recorre la escena de la crítica cinematográfica (entendemos aquí el término «crítica» en su sentido más prosaico: el reseñismo). Ese vicio o afición falaz consiste en informarse un Modelo Ideal de Película que opera como preclaro patrón de comparación a partir del cual medir la calidad de las cintas que entran en el circuito de distribución; todos los filmes reales que coincidan con tal Modelo van a ser catalogados como buenos filmes, a los demás les será denegada la entrada a la república del reconocimiento. No hace falta resaltar la actitud grosera que encarna este procedimiento, que al intentar homologar la multitud de películas existentes (y por existir) a sólo unos pocos principios aceptables, pierde de vista justamente las anomalías, los matices diferenciales que dotan de especificidad a la producción. Aquello que, en definitiva, las hace especiales. No obstante, a la crítica en general le incomoda lo especial porque ve ahí la amenaza de lo singular, de lo inclasificable: el monstruo que rompe la norma. Ahora bien, Sucker Punch, por su desenfreno, es monstruosa: transgrede los límites de la mesura para instalarse en el registro del desborde espectacular. Para ello, tiene que sacrificar algunos componentes. Veamos cuáles.
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Consideremos lo siguiente: las objeciones que le han caído a Sucker Punch vienen casi todas del mismo lado: se quejan del guión, del weak plot, del sinsentido del argumento y la incoherencia, de la pobre personalidad de los personajes. Quizá note el lector una recurrencia: las críticas apelan a deplorar los elementos que integran el universo argumental. En definitiva, todo lo escrito. ¿Y qué pasa con esa otra escritura que dota al cine de su propio lenguaje? ¿Qué pasa con las imágenes, con las secuencias, con la cinemática? ¿A qué lugar se la relega cuando se resalta el valor del texto literario en detrimento del texto visual? Y por último, una cuestión de política crítica: ¿por qué leer una película desde unas coordenadas que ella no reclama, y que se demuestran como injustas?
La salud mediocre de las supuestas buenas películas descansa en el acato a las convenciones de lo que podríamos llamar tradición clásica: la superstición de que el guión ocupa un lugar preeminente, el mandato de tener que contar una historia. Dejando de lado el hecho de que Sucker Punch no renuncia al guión (no del todo, al menos), lo cierto es que sí torpedea el imaginario de la corrección cinematográfica, tomando al guión como punto de partida -como excusa, si se quiere- para el subsecuente despilfarro fílmico. Snyder no se guarda nada: el desequilibrio entre lo argumental y los modos de representación es el garante para que este director hiciera estallar el cine muy desde dentro, con la certeza de que el séptimo arte está sobredeterminado por su naturaleza visual. Su película nos recuerda el asombro impresionante que, en su origen, el cine inyectaba en los espectadores, como cuando los hermanos Lumiere proyectaban sus cintas y el público se asustaba por el hiperrealismo de las imágenes. Algo nos fue arrancado, parece querer decir Snyder, nos han quitado la capacidad de maravillarnos. La única manera de recobrarla es llevar al cine hasta su propia imposibilidad, hacerlo colisionar con sus formas inherentes; en definitiva, restituirle su carácter de experiencia sensorial.
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Sucker Punch es la obra de una mente cuyo horizonte de fruición se confirma en los muy diversos materiales de la cultura pop; su método, la agregación de fuentes y un desquiciado remix referencial. En definitiva, el homenaje de un friki a esos productos que lo alimentaron en su formación cinéfila. ¿Qué es lo que deseas? ¿Sugerentes y aguerridas chicas que parecen haber sido extraídas de algún anime lolicon? ¿Samurais gigantes empuñando cañones giratorios? ¿Dragones, castillos y orcos? ¿Soldados nazis zombies en un contexto steampunk? ¿Droides de batalla? ¿Mechs? Acá lo hay todo. A raudales. 
Snyder es consciente de que apunta a un público muy específico, e incluso podríamos decir que ese es un efecto residual: su filme no está hecho para complacer a nadie más que a sí mismo, en un ejercicio de autosatisfacción sin precedentes. Es cine hecho desde el placer, no desde la burocracia del contrato asediado por productores ávidos de éxito. Es cine de derroche, de gasto suicida. Es el cine de Snyder cuando Snyder no está limitado por la vigilancia escrutadora del deber. Si ya le conocíamos el gusto por la estetización excesiva, en Sucker Puch dicha obsesión se lleva al extremo, desplegándose en una psicotrópica orgía pirotécnica donde la razón no tiene mucho que ver pero los sentidos sí, porque encuentran la amalgama estimulante que los va a seducir durante el metraje. Apuntemos, además, que el baile sensual de Baby Doll, táctica mediante la cual hipnotiza a los clientes del burdel que la aprisiona, viene a confirmar tal hecho, en una suerte de juego metafórico. Eso: la danza de las imágenes al ritmo demencial de la acción non-stop. Sucker Punch es como una droga de diseño que ataca esa zona del cerebro donde sólo importa la percepción y el high inmediato. Y a diferencia de otras producciones, es honesta, increíblemente honesta, pues no simula pretender ser otra cosa más que lo que es: un espectáculo desorbitado, fuera de rango, que arremete con la potencia irreverente de lo inefable.
Sucker Punch es nada más (y nada menos) lo que su nombre indica: un golpe directo, a traición, que no respeta las reglas del combate. Un impacto que desarma al adversario a partir de lo inesperado. Un puñetazo arrojado en dos direcciones: al espectador, que ya no podrá salirse del influjo imprevisto del choque, por un lado; y al sistema del cine, por otro. Sucker Punch es el cine que ha traspasado sus fronteras, que ha roto su identidad, frágil de por sí: un organismo postcinematográfico que ha adoptado las estrategias narrativas del videojuego, la estética de los videoclips musicales, el ansia de acción descontrolada del fantasy y la ciencia ficción. Un artefacto extraño, quizá el único auténticamente propio que el siglo XXI ha dado a luz. Original, sí: porque sabe de dónde proviene y cómo manipular sus influencias. No es el cine de hoy, sino el cine de mañana, del próximo decenio. Cine prospectivo, anticipado a su tiempo.
Puede que este texto funcione como advertencia, pero no se preocupen. No van a estar preparados.
Ignacio Irulegui

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