martes, 20 de agosto de 2013

Atracciones perversas

Armageddon. Michael Bay (dirección); J.J.Abrams y Jonathan Heinleigh (guión). EE.UU., 1998



1.
Son las once de la noche. La televisión transita por distintos canales al ritmo entrecortado del zapping. La grilla de programas me anuncia que, contraviniendo mis suposiciones, Reservoir Dogs (Tarantino, 1992) no se proyectaría a la hora que yo supongo. En concreto, para tal película todavía faltan dos horas, así que ahora mi voluntad se reduce a un deambular insomne a través de las señales catódicas. Veo qué hay, para pasar el rato, para consumir el tiempo muerto que bien podría estar invirtiendo en Internet, de no haberme desconectado por mis falsas creencias.
Digamos que hay dos o tres títulos cuyo índice de potabilidad es aceptable. Uno de ellos es la infame Armageddon. ¿Cuántas veces habré visto este filme? No lo recuerdo. Son varias. ¿Qué me impulsa a seguir viéndolo? ¿Por qué ejerce sobre mí un encanto irrenunciable, aún cuando sé que, efectivamente, carece por completo de “virtudes cinematográficas”? Creo que hay en ella una magia parcial, que trataré de desentrañar.


2.
Vista en perspectiva, Armageddon es risible. El guión no se sostiene por casi ningún lado y pone a prueba el principio de la suspensión de la incredulidad por parte del espectador. Los personajes carecen de profundidad psicológica, siendo meras demostraciones de arquetipos. La película entera es, sin disimulo alguno, una aparatosa justificación ficcional del patriotismo norteamericano y el complejo militar-industrial («incluso las guerras que peleamos nos proporcionaron las herramientas para librar esta terrible batalla» dice sin pudor el presidente, en su emotivo discurso). Todo eso - junto a otras impugnaciones que podríamos apuñalarle- es cierto. Y sin embargo, no demerita el hecho de que si está Armageddon en la pantalla, nos quedemos mirándola, casi sin razón alguna.
O quizá es que las razones sean más profundas, más intrincadas, menos obvias. Quizás esas razones apunten a determinados núcleos básicos de nuestra personalidad. Quizás en el fondo somos simples y operamos con esquemas patéticos, que se sienten interpelados por aquellas manifestaciones externas que coinciden con ellos. Una psicología del espectador debería contemplar estos temas, no ajenos a la percepción estética. Aunque puede que esté sobreanalizando el asunto.

3.
¿Tiene algún mérito Armageddon? Sí: todos sus errores. Slavoj Zizek dijo que asumir el error y llevarlo hasta el final era lo que denominamos con la palabra «amor». El amor es el mal. Armageddon es también el mal (lo mal hecho, lo mal facturado) y, por ende, es una demostración de amor. Michael Bay asume esta premisa -inconscientemente, estimamos- para exagerar algo que de otra manera sería una pura mediocridad. Así, su dirección se encamina hacia lo que podríamos llamar maximalismo kitsch; más es siempre más: volumen, vigorosidad, arrebato, a lo que se suma un falso ideal de grandeza, es decir, tener la pretensión de ser algo que no se es. Bajo el riesgo del ridículo, la grandilocuencia impúdica tiene algo de esplendoroso; Bay tira planos y ejecuta movimientos de cámara como si en ello le fuese la vida (consolidando así el “estilo Bay”: velocidad visual, fotografía de colores saturados y brillantes, montaje apresurado, uso de la cámara lenta para subrayar los pasajes dramáticos). Bay no es sino el hijo pródigo del sistema Hollywoodense: presupuestos millonarios, historias manidas, efectos especiales y acción sin detenimiento. No nos sorprendería que haya patentado la idea de cine blockbuster™: el equivalente de muchas malas críticas y cifras elevadísimas en taquilla.

En un texto sobre Casablanca, Umberto Eco argumentaba que, en realidad, la tan ensalzada película consistía en un rejunte de lugares comunes, una suerte de remix de muchas y variadas fuentes que engullía todo aquello que, en dosis menores, calificaría como mediocre. El problema es que al poner tantos clichés en un solo espacio, el resultado invierte el signo de lo esperado, logrando dar vida a algo mucho más grande que incluso podría rozar lo sublime. Dos clichés nos hacen reír, escribe Eco, pero cien nos conmueven. Un efecto similar sucede con Armageddon (y con otras tantas películas): compila tópicos con la astucia emocional del pathos. El miedo a la muerte, un amor idílico contrariado por los deseos paternos, el heroísmo sacrificial, el compañerismo y la comunión de las fuerzas individuales bajo objetivos comunes, etcétera, etcétera. La conspiración de tal número de clichés sólo puede redundar en la admiración estúpida. Nada es auténtico: cada imagen debe representarse dentro de los contornos de la idealización. Esto, huelga decirlo, suspende la analítica del espectador, que se ve obligado a plegarse a las reglas que propone la película para dejar que ésta fluya a través de vías distintas a la de la razón. Ver Armageddon es anular la crítica, dejarse llevar por el embeleso infantil de la narración; como niños que quieren oír una historia antes de irse a dormir.

4.
Creo que fue Truman Capote quien dijo que estaba bien leer malos libros, que se podía disfrutar de ello siempre y cuando tuviésemos conciencia de lo malos que son; la falta de ingenuidad por parte del lector es condición necesaria para no caer en las imposturas perpetradas por el propio entendimiento. Yo, que reniego de tal principio para lo literario, lo vindico para el visionado cinéfilo: en determinadas ocasiones, la legitimidad del disfrute no radica en las cualidades verificables de la cinta, sino en cómo ésta nos atraviesa, nos compenetra, nos hace suyos. Vindico ese erotismo perverso que nos embriaga de insensatez, vindico los motivos irracionales que nos hacen abrazar lo malo, cuando descubrimos con simpatía que lo malo pone empeño en alcanzar esa condición; ahí existe una ética respetable.

1.

Miré Armageddon por dos horas, hasta que agoté el tiempo de espera para lo que inicialmente pretendía ver. No sé si agregar que sólo vi treinta minutos de Reservoir Dogs. Otro día será.


Ignacio Irulegui

domingo, 11 de agosto de 2013

El vengador del futuro



Total Recall. Len Wiseman (director), Kurt Wimmer y Mark Bomback (guión). EEUU, 2012.


Digamos las cosas como son. Los remakes, el 99% de las veces, apestan. Son basura poco imaginativa hecha para hacer plata y reciclar una idea que ya funcionó, para un público nuevo. En algunos casos lindan con lo criminal, y rebajan a buenas películas a la categoría de basura idiota de la peor calaña. En general estoy en contra de la pena de muerte, pero la aceptaría con gusto para los que hicieron los remakes de Rollerball (John McTiernan, 2002) y El planeta de los simios (Tim Burton, 2001). Ya critiqué a las mismas hace mucho en Días Extraños #1. Mención aparte, por lo particularmente insultante que resultó para los amantes del género, merece Solaris (Steven Soderbergh, 2002).

Sin embargo, la nueva versión de Total RecallEl vengador del futuro como se la conoce en español (si alguien puede explicarme porqué…) me gustó. No me gustó más que la original, Total Recall (Paul Verhoeven, 1990), pero me dio la impresión que ver una nueva versión, con algunas diferencias de estilo y en la historia, valió la pena.

En primer lugar, el conflicto central de la historia pasa de ser Marte/Tierra a Imperio (The United Federation of Britain, para ser precisos)/Colonia. Esto hace el conflicto más cercano a las problemáticas de la humanidad en los últimos 3 siglos (si bien en la película media un evento apocalíptico), genera un ambiente por momentos más opresivo que bajo un domo y al manejo político-mediático que no tiene nada que envidiar a la “guerra contra el terror” de ya saben quien. Como en todo, se gana y se pierde, en la versión anterior había una crítica muy interesante a las megacorporaciones, esta es más un producto post 9/11 y post aceleración de la “granhermanización” del gobierno de EEUU.

Muchos puntos a favor se los lleva el diseño de la ciudad - bladerunneresca desde lo macro a lo micro - en que vive Douglas Quaid/Carl Hauser. Otros tanto se los lleva el diseño realmente impresionante de una Londres futurista y de una “no-zone” semi derruida y contaminada (de este último tipo ya hemos visto diseños más impresionantes con mucho menos). Y el contraste entre Londres y “la colonia” queda aún mejor. Es casi como caminar por Londres y… digamos… Montevideo… digamos… bueno… hoy mismo.

Como se sabe (esto sólo puede ser un spoiler para muy pocos), la esposa de  Quaid/Hauser es una agente puesta para espiarlo. Pero en esta nueva versión el personaje de Kate Beckinsale, es además quien lidera la persecución luego de la visita a Rekall (en la otra era el duro de Michael Ironside). ¿Un signo del cambio de la imagen de la mujer en el cine de este siglo? ¿O una más de la moda de personajes femeninos “bad-ass”? Como prefieran. Aunque ya en la versión anterior estaba el personaje de Melina (Rachel Ticotin en aquella, Jessica Biel acá) que repartía unas cuantas patadas en el orto. También hay unos cuantos personajes afroamericanos y de origen asiático para cumplir con la cuota de corrección política y para ampliar mercados, supongo.

Salen de escena los “mutantes” (¿en el futuro será políticamente correcto meter dos o tres mutantes por película?) Pero no se preocupen: está la puta de tres tetas; los clásicos no pasan de moda. También hay detalles nuevos, como los billetes de dólar con la cara de Obama.

Los mutantes jugaban un papel central en la primera versión, casi como que eran una facción rebelde, además de los poderes de Kuato. Aquí no aparecen y todo el asunto de Kuato se resuelve en términos tecnológicos; cosa que yo personalmente agradezco.

También es interesante cómo presentan a la empresa Rekall, como un servicio legal (hay avisos por todos lados) pero medio “under”. Algo así como la fábrica de ojos biotecnológicos de Chew en Blade Runner, que era una especie de relojería antigua manejada por el dueño jubilado casi como un hobby, pero con tecnología de punta.

El ritmo impresionante de la película, - impresionante incluso en comparación con la anterior versión que ya lo tenía-, está bien detenido para la escena, central en toda la película (y ni que hablar, la más dickeana), en la que se cuestiona la realidad de toda la aventura. ¿Está Quaid todavía sentado en el sillón de Rekall, “creyendo” que anda a los tiros con medio mundo? La escena está bien resuelta. No alcanza el nivel de genialidad de la película anterior, en la que la escena era memorable (de hecho la película bien podía terminar ahí), pero está muy bien y, obviamente, introduce variantes respecto de la predecesora. Tal vez entusiasmados de más con una escena tan inteligente en una película “mainstream” actual, en el Director´s Cut, dejan un final abierto que va en el mismo sentido: ¿sueño o realidad? Y… that is the question (y la metáfora), ¿no?

Victor Raggio