Armageddon. Michael Bay (dirección); J.J.Abrams y Jonathan Heinleigh (guión). EE.UU., 1998
1.
Son las once de la noche. La televisión transita por
distintos canales al ritmo entrecortado del zapping. La grilla de programas me
anuncia que, contraviniendo mis suposiciones, Reservoir Dogs (Tarantino, 1992)
no se proyectaría a la hora que yo supongo. En concreto, para tal película
todavía faltan dos horas, así que ahora mi voluntad se reduce a un deambular
insomne a través de las señales catódicas. Veo qué hay, para pasar el rato,
para consumir el tiempo muerto que bien podría estar invirtiendo en Internet,
de no haberme desconectado por mis falsas creencias.
Digamos que hay dos o tres títulos cuyo índice de
potabilidad es aceptable. Uno de ellos es la infame Armageddon. ¿Cuántas veces
habré visto este filme? No lo recuerdo. Son varias. ¿Qué me impulsa a seguir
viéndolo? ¿Por qué ejerce sobre mí un encanto irrenunciable, aún cuando sé que,
efectivamente, carece por completo de “virtudes cinematográficas”? Creo que hay
en ella una magia parcial, que trataré de desentrañar.
2.
Vista en perspectiva, Armageddon es risible. El guión no se
sostiene por casi ningún lado y pone a prueba el principio de la suspensión de
la incredulidad por parte del espectador. Los personajes carecen de profundidad
psicológica, siendo meras demostraciones de arquetipos. La película entera es,
sin disimulo alguno, una aparatosa justificación ficcional del patriotismo
norteamericano y el complejo militar-industrial («incluso las guerras que
peleamos nos proporcionaron las herramientas para librar esta terrible batalla»
dice sin pudor el presidente, en su emotivo discurso). Todo eso - junto a otras
impugnaciones que podríamos apuñalarle- es cierto. Y sin embargo, no demerita
el hecho de que si está Armageddon en la pantalla, nos quedemos mirándola, casi
sin razón alguna.
O quizá es que las razones sean más profundas, más
intrincadas, menos obvias. Quizás esas razones apunten a determinados núcleos
básicos de nuestra personalidad. Quizás en el fondo somos simples y operamos
con esquemas patéticos, que se sienten interpelados por aquellas
manifestaciones externas que coinciden con ellos. Una psicología del espectador
debería contemplar estos temas, no ajenos a la percepción estética. Aunque
puede que esté sobreanalizando el asunto.
3.
¿Tiene algún mérito Armageddon? Sí: todos sus errores.
Slavoj Zizek dijo que asumir el error y llevarlo hasta el final era lo que
denominamos con la palabra «amor». El amor es el mal. Armageddon es también el
mal (lo mal hecho, lo mal facturado) y, por ende, es una demostración de amor.
Michael Bay asume esta premisa -inconscientemente, estimamos- para exagerar
algo que de otra manera sería una pura mediocridad. Así, su dirección se
encamina hacia lo que podríamos llamar maximalismo kitsch; más es siempre más:
volumen, vigorosidad, arrebato, a lo que se suma un falso ideal de grandeza, es
decir, tener la pretensión de ser algo que no se es. Bajo el riesgo del
ridículo, la grandilocuencia impúdica tiene algo de esplendoroso; Bay tira
planos y ejecuta movimientos de cámara como si en ello le fuese la vida
(consolidando así el “estilo Bay”: velocidad visual, fotografía de colores
saturados y brillantes, montaje apresurado, uso de la cámara lenta para
subrayar los pasajes dramáticos). Bay no es sino el hijo pródigo del sistema
Hollywoodense: presupuestos millonarios, historias manidas, efectos especiales
y acción sin detenimiento. No nos sorprendería que haya patentado la idea de
cine blockbuster™: el equivalente de muchas malas críticas y cifras
elevadísimas en taquilla.
En un texto sobre Casablanca, Umberto Eco argumentaba que,
en realidad, la tan ensalzada película consistía en un rejunte de lugares comunes, una suerte de remix de muchas y variadas fuentes que engullía todo
aquello que, en dosis menores, calificaría como mediocre. El problema es que al
poner tantos clichés en un solo espacio, el resultado invierte el signo de lo
esperado, logrando dar vida a algo mucho más grande que incluso podría rozar lo
sublime. Dos clichés nos hacen reír, escribe Eco, pero cien nos conmueven. Un
efecto similar sucede con Armageddon (y con otras tantas películas): compila
tópicos con la astucia emocional del pathos. El miedo a la muerte, un amor
idílico contrariado por los deseos paternos, el heroísmo sacrificial, el
compañerismo y la comunión de las fuerzas individuales bajo objetivos comunes,
etcétera, etcétera. La conspiración de tal número de clichés sólo puede
redundar en la admiración estúpida. Nada es auténtico: cada imagen debe
representarse dentro de los contornos de la idealización. Esto, huelga decirlo,
suspende la analítica del espectador, que se ve obligado a plegarse a las
reglas que propone la película para dejar que ésta fluya a través de vías
distintas a la de la razón. Ver Armageddon es anular la crítica, dejarse llevar
por el embeleso infantil de la narración; como niños que quieren oír una
historia antes de irse a dormir.
4.
Creo que fue Truman Capote quien dijo que estaba bien leer
malos libros, que se podía disfrutar de ello siempre y cuando tuviésemos
conciencia de lo malos que son; la falta de ingenuidad por parte del lector es
condición necesaria para no caer en las imposturas perpetradas por el propio
entendimiento. Yo, que reniego de tal principio para lo literario, lo vindico
para el visionado cinéfilo: en determinadas ocasiones, la legitimidad del
disfrute no radica en las cualidades verificables de la cinta, sino en cómo
ésta nos atraviesa, nos compenetra, nos hace suyos. Vindico ese erotismo
perverso que nos embriaga de insensatez, vindico los motivos irracionales que
nos hacen abrazar lo malo, cuando descubrimos con simpatía que lo malo pone
empeño en alcanzar esa condición; ahí existe una ética respetable.
1.
Miré Armageddon por dos horas, hasta que agoté el tiempo de
espera para lo que inicialmente pretendía ver. No sé si agregar que sólo vi
treinta minutos de Reservoir Dogs. Otro día será.
Ignacio Irulegui