Y hubo un tiempo
en que fue hermoso. Hitler y el Tercer Reich eran perfectamente reconocibles
como un gran imperio a la antigua, solamente que adornado con una ideología nefasta
y perturbada. Como todo intento de gran dominio, necesitaba también su
propaganda, donde se destacaba Goebbels y la cineasta Leni Riefenstahl, a quién se ha debatido durante el resto del siglo XX,
ya que algunos, a pesar del aparato ideológico que estaba ayudando a construir,
reconocían en su obra una estética novedosa, una técnica de avanzada.
Casi ochenta años después, algunas cosas han
cambiado un poco. Alemania se recompuso de la Segunda Guerra Mundial y tiene a
media Europa del cuello por los medios más lógicos del momento —el sistema
financiero—. Y los Estados Unidos tienen a la gran directora (única mujer
ganadora del Oscar al Mejor Director) Kathryn Bigelow. En declaraciones a la
prensa, la realizadora de Zero Dark
Thirty —un espectacular comercial sobre los operativos de la CIA, con
héroes blancos y villanos fáciles de detectar por sus genes, que resulta en la
caza del Emperador Palpatine infame Osaba Bin Laden— ha insistido en que
lo suyo es intentar «forzar el medio, lograr romper con las barreras de la
forma». Algo similar decía Stanley Kubrick cuando hizo 2001: odisea del espacio. Es interesante que Wikipedia liste a
Kubrick y Kurosawa como dos de sus mayores influencias. Justamente Kubrick, que
nunca recibió un Oscar al Mejor Director, realizó en 1987 Full Metal Jacket, película que retrata en unas pocas pinceladas la
mentira de la propaganda yanqui en Vietnam y el proceso de deshumanización al
que los soldados norteamericanos eran sometidos para convertirse en trabajadores de la guerra, máquinas de
matar —quién desprecia su propia vida, desprecia la de cualquier otro: se
esfuma el principio de empatía.
Leni Riefenstahl y Kathryn Bigelow comparten
entonces una supuesta devoción por la técnica (aunque en el caso de la premiada
directora, esa técnica no parece diferenciarse particularmente; ella explica
que usa la cámara lenta muchas veces como un recurso de tensión: ¿hace cuántas
décadas que tal cosa no es noticia?). Pero el caso de Leni es más fácil de
apuntar. Entra en los blancos y negros que ha dictado la historia. Propaganda
Nazi: mala. Propaganda Soviética: primero no tan mala, después muy mala, y
hacia el final, casi demoníaca. Propaganda Iraquí/Iraní: muy mala (por suerte
el gobierno de Bush nos explicó a todos que ellos luchaban por el mundo libre
contra el «eje del mal», al igual que casi dos décadas antes Reagan hablaba de
los soviéticos como «the evil empire» y pregonaba «the force will be with us»
—esto no es broma, hay archivos con estas declaraciones). Vamos, nadie está hoy
en día a favor de Hitler (no hablemos de neonazis, que no representan más que
el lado organizado de la cultura hooligan). El mismo Stalin ha sido destrozado
—con justa razón— por su paranoica y terrible política del terror (y en igual
medida, por su ingenuidad al confiar en los aliados después de la Segunda
Guerra).
En plena Guerra Fría y durante los bombardeos
a buena parte de Asia Menor, cantidad de películas se produjeron mostrando a
los héroes boina verde masacrando tipos de ojos rasgados. Si un extraterrestre
viera las películas sobre la guerra en Vietnam, creería que los Estados Unidos
salieron victoriosos. Y tendría razón, aunque por las razones equivocadas. Sí,
tuvieron que retirarse, pero, ¿cuál había sido el objetivo de esa avanzada? Era
claro que nunca iban a poder mantener un territorio ganado estratégicamente
cerca de China y la URSS. Pero la guerra consume dinero y genera contratos. Es
una industria que los norteamericanos vienen estableciendo desde la muerte de
Roosevelt con excelentes resultados para los contratistas de defensa, para los
grandes ricos y para ejercer la apropiación de recursos ajenos.
Durante el siglo XX, sobre todo en la segunda
mitad, Estados Unidos —hay que decirlo— ha sido el principal proveedor de
cultura pop del mundo occidental. Si esto es bueno o malo, es debatible y el
sentido de la penetración cultural es un tema aparte. La mayoría del cine que
consumimos viene de Hollywood. Buena parte de la música que escuchamos llega de
Los Ángeles o de esa isla que alguna vez osó llamarse Imperio Británico. Muchos
de los más grandes escritores de las últimas décadas son yanquis. Incluso en
cierto modo, “inventaron” el comic, algo por lo que casi todo adolescente ha
pasado en algún momento. No tiene sentido querer demoler al gigante cultural. Tampoco
es necesario. Durante la historia, siempre ha habido un imperio dominante a
nivel cultural. La Grecia antigua, Roma, y un largo etc. que pasa por
florecimientos en Europa y termina por situarse en los Estados Unidos.
Bigelow no descubre nada nuevo con su
película, excepto que deja expuesta su propia naturaleza. La propaganda
norteamericana —hacia adentro y hacia afuera— ha existido por mucho tiempo. Sin
embargo, la historia occidental suele omitir algunos asuntos. Y esto es lo
interesante del contrapunto: Zero Dark
Thirty supone el ataque que da fin a una de las más grandes amenazas
terroristas de los últimos tiempos, cuando la mayor amenaza terrorista ha sido,
por supuesto, los Estados Unidos de Norteamérica —home of the brave, land of the free—.
Repasemos: muerto Roosevelt, Truman asume y
con un Japón que ha presentado, luego de largos bombardeos, una rendición
incondicional, lanza bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Unos 440.000
muertos —en el instante y por efectos de la radiación— no llaman tanto la
atención: son números. Al igual que la cantidad de chicos que sigue naciendo
con deformidades por la contaminación. Durante la guerra de Vietnam, se estima
que al menos 3.500.000 vietnamitas murieron —en gran porcentaje, civiles— víctimas
de los ataques aéreos y el napalm. Camboya, que comparte frontera y nunca
disparó un solo tiro contra las fuerzas norteamericanas, se transformó en un
objetivo estratégico y allí se utilizó el famoso agente naranja. Según el recuento norteamericano, sólo 12.000
personas murieron. Vale aclarar que los efectos del arma química no sólo
produjeron malformaciones en los recién nacidos por varios años, sino que
dejaron convertida en terreno baldío unos dos tercios de las tierras de cultivo
—principal fuente de ingresos y sostenibilidad del país—. No es casual que hoy
en día nadie crea que Camboya tiene posibilidad alguna de recuperación
económica. Algo similar pasó con los black
ops de la CIA en Laos e Indonesia.
¿Hace falta explicar a esta altura la
incumbencia que la CIA y el ejército yanqui, además de sus economic hitmen han tenido en América Latina? Colaboración para el
asesinato de presidentes, golpes de estados con financiación procedente de Washington,
desestabilización económica. Truman soltó la bomba en Hiroshima, pero
Eisenhower calentó la Guerra Fría. Kennedy llegó con un mensaje de cambio y
cuando empezó a realizar el cambio verdadero (desmantelar la cúpula de la CIA,
reducir el poder del ejército), el país —sí, el país, por acción u omisión— le
puso tres tiros y lo mandó a mirar los rabanitos crecer desde abajo. Lyndon
Johnson se encargó de destrozar Asia Menor. Nixon fue más conocido por sus
malas políticas internas que por las externas. Quizás, hasta cierto punto, se
puede decir que fue menos terrible que varios de sus predecesores. Ni Ford ni
Carter son particularmente rescatables, y luego Reagan, the gunslinger reborn, llegó a la presidencia. Por segunda vez, un
mandamás soviético se acercaba con la idea de desmantelar de ambos lados todo
el arsenal atómico. Gorbachov no lo consiguió. Más cerca había estado Kruschev
en los ’60 al intentar un acuerdo con Kennedy, pero al último lo mataron y al
ruso le hicieron un golpe de estado.
No hay dudas de que China, la URSS, Irak, y
muchos otros países han tenido brutales políticas internas de represión. Pero
es probable que ninguno supere a los Estados Unidos en el número total de
muertes ocasionadas en el resto del mundo en los últimos 70 años. La barbarie
llama a la barbarie y, después de todo, ellos mismos entrenaron a Bin Laden
como aliado estratégico por la supuesta amenaza del comunismo.
Cuando las dos torres gemelas volaron en jet,
mucha gente se horrorizó. Otra aplaudió. En todas partes del mundo. Cuando Al
Qaeda se hizo cargo del atentado, muchos amenazaron con tatuarse la cara de Bin
Laden. El horror siempre es horror: los 3.000 muertos del 21 de septiembre de
2001 (o «9/11», como decidieron ponerle de marca comercial en Estados Unidos)
no son festejables bajo ningún concepto. La caída de las torres, en cierto modo
puede entenderse simbólicamente: el imperio puede ser herido letalmente, con
cuchillos y tenedores en vuelos comerciales. La CIA y Washington, con informes
al respecto, no pudieron detenerlos.
Las consecuencias las sufrieron Afganistán e
Irak. Excusas: supuestamente allí se escondía Bin Laden (el salvoconducto
petrolero no tenía nada que ver, se entiende), y Saddam tenía las temibles Armas de Destrucción Masiva (que como
bien se sabe, nunca fueron encontradas). Es por eso que la propaganda de
Kathryn Bigelow suena a provocación. Mejor no asignemos roles, si no estamos
demasiado seguros de tener las manos limpias. No, Kat, en la Historia no hay
buenos y malos. En las películas sí y para eso ya existen muchas fábulas y El Señor de los Anillos y Star Wars, que al menos no se presentan
como una suerte de recreación de hechos verídicos. Y para las escenas de
tortura —siempre enteramente justificadas, claro, y además, con una amabilidad
que ya quisiera yo que tuviesen los cobradores del servicio de luz— ya tuvo su
turno Jack Bauer con las ocho temporadas de la serie 24.
Hay un cine y una literatura inteligentes,
autocríticos y relativamente populares en la cultura de los Estados Unidos.
Esperemos que sean estos y no comerciales de lavarropas como Zero Dark Thirty los que se abran paso
en el numero milenio. With a Little help
from their friends.
Juan Manuel Candal
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