domingo, 9 de junio de 2013

Los viejos trucos

Skyfall. Sam Mendes (dirección); Neal Purvis, Robert Wade, John Logan (guión). Estados Unidos, Reino Unido, 2012.

En mi opinión, Skyfall es la mejor película de James Bond en por lo menos 20 años, y probablemente pueda proponerse como una de las mejores entre las 23 basadas en el personaje creado por Ian Fleming. Es posible escribir una reseña que desarrolle y pretenda justificar este aserto; no es, sin embargo, lo que me interesa hacer aquí.

Prefiero pensar en (y partir de) lo que podríamos proponer como el "tema" de Skyfall: la confrontación entre un viejo saber y un mundo nuevo, la supervivencia de los "dinosaurios" (es decir aquellos capaces de operar cómodamente en el contexto de ese saber aparentemente perimido) y sus perspectivas de futuro. Este tema es rastreable indefinidamente hacia el pasado de la narrativa, por supuesto, pero es fácil señalarlo en ciertos westerns donde es construída una forma de la tensión entre un mundo nuevo -aparentemente más "civilizado", aunque pronto entendemos que esa civilización es otro espejismo- y las viejas costumbres de un mundo anterior, aparentemente más heroico (aunque pronto entendemos que en rigor eran, sí, un montón de salvajes). The Wild Bunch (Sam Peckimpah, 1969) sería un buen ejemplo, pero también podemos extender el tema a un marco más amplio y pensar en Rumble Fish (Francis Ford Coppola, 1983), con su apelación a una edad de oro ya desvanecida (en la que las bandas de adolescentes reinaban en la ciudad) y con su retorno del héroe de esos tiempos, Motorcycle Boy, que debe asumir -junto a su hermano y creyente, Rusty James- el cambio que ha sobrevenido al mundo.

En Skyfall la oposición es clara: el mundo analógico del siglo XX posterior a la Segunda Guerra Mundial, con su Guerra Fría y su edad de oro del espionaje, se enfrenta al paisaje digital de las primeras décadas del siglo XXI, después de la Caída del Muro de Berlín, de la URSS y las Torres Gemelas: el reino de Internet, el ámbito global de las transnacionales y los primeros albores de un orden mundial que trasciende el concierto de los estados-nación, el mundo de la información.

La oposición es trabajada de varias maneras en la película, entre ellas los diálogos entre personajes que representan al mundo analógico perimido (Bond, M) y los que han asumido el mundo nuevo y digital (Q, Silva). Hay, en cualquier caso, tres momentos donde esta confrontación dialogada se vuelve tan notoria que pasa a dominar la lectura en proceso de la película: el primer encuentro entre Bond y Silva, el primer encuentro entre Bond y el nuevo Q, y la interpelación de M.

El primero de los diálogos recién mencionados presenta con gran claridad el tema de la película, en tanto Silva señala que puede cometer todo tipo de actos terroristas desde su cuartel general, tan sólo con un click en sus computadoras. Se trata, entonces, de una representación del mundo digital: todo está conectado, todo es pasible de confluir en un único lugar, una suerte de aleph. El agente secreto -entendido también como aquel que viaja a ciertos lugares exóticos- es, entonces, un atavismo: no es necesario que alguien vaya y haga algo, cuando todo lo necesario puede accionarse desde el aleph. Pero Bond está ahí: no sólo ha viajado al lugar exótico por excelencia de la cultura occidental (el oriente) sino que, dentro de ese ámbito, ha "descendido" aún más lejos de su foco civilizador, más hacia los bordes del antiguo imperio (para el que Bond trabaja, evidentemente): desde Shanghai pasamos a Macao y de Macao a una isla olvidada, un gran pueblo fantasma rodeado por el océano. En la realidad, esta isla es conocida como Hashima y se encuentra a 20 km de la ciudad japonesa de Nagasaki; en la ficción de Skyfall, sin embargo, el paisaje fantasmal es reformulado a lo que parecería las ruinas de un establecimiento soviético (en base a una gigantesca estatua derrumbada que recuerda la arquitectura monumental de la URSS): se trata, entonces, de lo que ha quedado del viejo mundo de la Guerra Fría. Se nos dice, de hecho, que la isla fue "abandonada", lo cual sugiere el retroceso de la civilización, el retraimiento de un imperio. En ese entorno -las ruinas del viejo mundo- opera Silva, un sobreviviente de ese orden que ha asumido las pautas del nuevo. A esas ruinas atrae a Bond, allí dispone su trampa (en la ficción, Silva se deja atrapar por 007 como parte de su plan para asesinar a M).

(Silva, entonces, es el monstruo: desde la perspectiva del viejo saber evidentemente lo es, y como buen monstruo buscará matar a su progenitor, en este caso M, a la que no pocas veces llama su "madre"; pero Silva, también, es lo nuevo, o, mejor dicho, un agente del viejo orden que ha adoptado nuevas pautas, que ha comprendido los nuevos trucos. Para el nuevo mundo, entonces, Silva es normal, y Bond y M son los monstruos. La película se tensa en esta transfiguración e insiste, de todas formas, en presentar a Silva como un monstruo ante toda mirada).

El segundo diálogo sucede en un museo, ante la visión del esplendoroso arte del Imperio Británico. Concretamente, los personajes -Bond y Q- comentan una pintura de Turner ("The Fighting Temeraire tugged to her last berth to be broken up", conocida en español como "El Temerario remolcado a dique seco"); el significado propuesto por Q es claro: el gran barco de guerra ya se ha vuelto inútil y es llevado a su último destino, que podrá ser el desmantelamiento o la exhibición en un museo. La analogía es clara: la reliquia de un mundo anterior ya no tiene lugar en el nuevo y debe convertirse o bien en algo útil (en tanto sus partes podrán ser reutilizadas) o bien perder toda función ajena al signo de esos tiempos y permanecer así en un museo -o, en un ciclo de realidad/representación, en una pintura exhibida en un museo. Bond opta por cancelar la interpretación: no le interesa debatir sobre arte, aunque está en un museo mirando esa pintura (él la ha elegido, después de todo, no Q). Y el diálogo sigue: Q reutiliza el argumento de Silva: en piyama y antes de tomarse el primer té de la mañana, dice, puede hacer mucho más bien (como oposición al "mal" de Silva) que Bond en el mundo exterior (tanto Q como Silva, entonces, han abrazado lo nuevo, pero donde Q hace el bien, Silva es, también a los ojos del presente, un monstruo). Bond, por supuesto, replica: para tomar ciertas decisiones, dice, hay que estar en el mundo exterior. Pero la defensa no es fuerte y el diálogo se desvanece: Q le entrega un arma de alta tecnología y un transmisor de radio. Bond parece poco impresionado, y Q le pregunta si espera "una lapicera bomba". Esto es, evidentemente, una referencia a la profusión de gadgets o artilugios en las películas clásicas de Bond. "Ya no hacemos eso", es la sentencia final. Y no es difícil leerla como una referencia a las últimas películas del personaje, en las que la parafernalia de la era clásica es dejada de lado en favor de un contexto más "realista" (en una movida similar a la de la trilogía de Batman dirigida por Christopher Nolan).

El tercer diálogo es todavía más claro. Una ministra interpela a M y señala que "el mundo ha cambiado" y que ya no hay lugar para el viejo juego de los agentes secretos, representado por supuesto por M, la directora de la agencia MI6. Llegado el momento de la defensa, M señala que, desde su visión, los agentes siguen siendo necesarios, en tanto el mundo, pese a la hipertrofia de la conexión, que parecería volver todo visible, se ha vuelto, paradojicamente, más "opaco". Esta sentencia es memorable, y merece una mayor exploración. Un mundo opaco es aquel en el que los perfiles de las cosas no son reconocibles, donde no podemos identificar, es decir asignar una cosa a su nombre, a su condición de signo o, también, un significado a un significante. Es un mundo en el que el viejo saber (es decir la taxonomía, la administración de las palabras y las cosas) ya no funciona y no hay otra pauta de orden que lo haya remplazado con éxito. Si bien todo es visible, ningún contorno es apreciable: una metáfora adecuada sería la de un vasto mar, informe y caótico, como el del origen en los mitos. El mar, podríamos pensar, de la información, tematizado también en Cosmopolis, de Cronemberg, donde el protagonista, en su aleph-limusina, pese a su competencia digital, es incapaz de apreciar los patrones de evolución de los mercados. En esta perspectiva de un nuevo caos y opacidad el saber ha retrocedido. Está claro, a la vez, que Bond y M representan, precisamente, un saber, un orden, una pauta de intervención en lo real, un ordenamiento: ambos trabajan, después de todo, para un imperio, pauta ordenadora (en cuanto a establecimiento de una gramática, una taxonomía y un sistema económico) por excelencia. Pero se trata de un imperio "en ruinas" (como sentencia Silva) y de una pauta perimida: en el nuevo mundo, entonces, el saber parece haber desaparecido, remplazado por la información.

En cualquier caso, la película da un giro. El tercer diálogo es interrumpido por, precisamente, uno de los demonios que M invoca como la razón por la que los agentes del orden deben existir, incluso en un mundo que ha cambiado. Silva, entonces, encaja a la perfección en la lectura de las cosas realizada por M: sin darse cuenta (es decir que M lee más del mundo y mejor, que su sistema explica más), creyéndose -como lo es- un heraldo del nuevo mundo, se convierte en una figura clave en la lógica que permitirá la conservación del viejo. Los agentes del mundo pasado (representados aquí por los agentes del MI6 -cuerpo al que Silva perteneció años atrás) han encontrado su lugar en la nueva ordenación de las cosas. Su saber -ahora entendido como el saber propio del agente secreto: sus estrategias de sobrevivencia, sus pautas de violencia, su uso de las armas y la tecnología (porque está claro que Bond se adapta perfectamente a todos los cambios y sigue haciendo su juego ante cualquier paisaje)- es necesario: es funcional, funciona, está vivo.

De hecho, Silva, que ha movido recursos informáticos con virtuosismo sobrehumano, que ha vencido incluso a Q (representante del nuevo mundo digital que, sin embargo, no logra abrirse camino en el mar de la información y cae en la trampa de Silva), muere asesinado por un cuchillo: el arma más primitiva que vemos en una película que abunda en computadoras y sofisticación. Bond triunfa -el orden triunfa-, y lo hace gracias a los viejos trucos.

Esos viejos trucos incluyen el Aston Martin clásico de las películas de Bond, con su botón de eyección y sus ametralladoras disimuladas bajo los faros. Cuando los trucos de Q no funcionan, Bond hecha mano al repertorio del viejo mundo, el que había sido -hasta ahora- excluído de las nuevas películas. En rigor, entonces, el final de Skyfall restaura un viejo orden ficcional: tenemos a M, tenemos a Q y tenemos a Moneypenny, una vez más. Y Bond, por supuesto, sigue en activo, pese a su edad, pese a su -aparente- condición de dinosaurio, de fósil viviente. El tema, aquí, deviene metanarrativa: la película nos dice, también, que en el presente hay lugar para Bond y para las películas de Bond, para el arsenal de trucos y la vieja galería de personajes y supervillanos.

Evidentemente una lectura posible de todo esto es que Skyfall es, ante todo, una opción conservadora. El imperio británico y su MI6 sigue siendo necesario, se nos dice, y "¿se sienten seguros?", pregunta M en su interpelación. Los agentes, entonces, trabajan en esa dirección: ese es el orden para el que trabajan.

Curiosamente, la película además abunda en destrucción pasada más o menos por alto por la trama: un tren se descarrila y se abre camino por cámaras subterráneas, matando, cabe imaginar, a buena parte de sus pasajeros -aunque nunca sabemos cuántos-, Bond y Moneypenny operan en Estambul destruyendo más o menos todo a su paso, etc. La ecuación orden/desorden -en este sentido particular de "seguridad" ante la violencia de los terroristas- parece proponernos que cierto desorden es necesario y que, por tanto, la violencia del estado imperial también lo es.

Si quisiéramos ir más allá de esa lectura, a la vez, podríamos pensar que al retomar la oposición saber/información en el escenario de la era digital se abren varias posibilidades: primera, que la oposición en sí misma es un atavismo de la era analógica y que, ahora, no hace sentido: todo es información o todo es saber -un saber alienígena, cabe pensar, inabarcable en tanto ilimitado, pues sus límites no están definidos ni son definibles. El "orden" que imponen los agentes de MI6 no es, en rigor, más "orden" que la violencia terrorista (evidentemente la etiqueta de "terrorista" es pegada por el imperio, recordemos el viejo asunto de los freedom fighters como opuestos a los terrorists), y el "saber" de Bond no hace sino abrirse camino a golpes en el mar de la información. Un cuchillo liquida la cuestión: basta con saber arrojarlo. El saber se vuelve trivial: quizá nunca existió, sólo su espejismo o el fantasma convocado por los agentes del orden para dominarnos.

Segunda: si mantemos la noción de que una cosa es el saber y otra completamente distinta es la información, incluso ahora; si pensamos que el mundo "nuevo" evocado en Skyfall, el mundo digital, el mundo google, el mundo redes sociales, el mundo cámaras de vigilancia, el mundo-aleph, parte de un retroceso del saber en favor de la incognoscible información, entonces está claro que la opción conservadora, en última instancia, resuena con más significados: en el mar de la información el saber -plegado en minorías, en grupos pequeños- impone su orden: crea islas. La muerte de la vieja Tiamat o Pitón de los mitos, en manos del héroe solar y con el propósito de que pueda el caos pueda devenir en cosmos para que prevalezca la luz en las tinieblas, ya no tiene alcance global -no podría tenerlo-, pero, a la vez, sí parecería posible operar en pequeños escenarios, en micro-mundos. El paisaje se ha balcanizado: el mundo ya no es "uno". Si hay un mar -de la información-, también cabe imaginar que hay islas: burbujas de realidad para que San Jorge venza al Dragón, para que se codifique un saber y se mantenga en raya al mar de la información. Ese mundo-dentro-de-un-mundo es, en última instancia, una apertura a la diversidad, a la variación. Ya no sabremos hasta donde llega el mundo ni qué pautas lo gobiernan (de hecho asumimos que no hay tales pautas), pero aquí, aquí y ahora, en nuestro entorno, ordenamos estos metros cuadrados, esta isla que -como cuenta Silva en su primer diálogo con Bond- puede recorrerse a pie y en una hora.

Skyfall termina, entonces, ordenando un mundo ficcional: Bond ha pasado por todo tipo de cambios y ha asumido -a su manera- el presente, pero, en última instancia, sigue siendo Bond, y con él, a su alrededor, como en una suerte de cristalización, aparecen Moneypenny, M y Q. El Aston Martin ha explotado, sí, como sacrificio, pero en el futuro ese mundo habrá recuperado su antigua gracia. Si las tres últimas películas de James Bond, entonces, pueden pensarse como una suerte de reboot, el final de la tercera opera como una course correction: volvemos, más o menos, a lo mismo, gadgets más, gadgets menos.

Pero hay más: el perfil ficcional del Bond de Skyfall es complejo: estamos en 2013 y se nos habla de un "pasado" que, sabemos, se funde en estilo y espíritu con películas que retroceden hasta los años 60s y 70s, la propuesta edad de oro del espionaje. Evidentemente, el Bond interpretado por Craig no puede tener más de 40 o 45 años, y su origen en el puesto, puestos a conjeturar, no podría ubicarse sino a partir de la década de 1990 (es decir, después del Muro, después de la caída de la URSS: en el mundo nuevo, no en el viejo). Es cierto que un relato del origen es el que nos propone Casino Royale (Martin Campbell, 2006), donde el reboot es especialmente claro; la fecha propuesta por la trama de esta película, cabría pensar (en base a la tecnología en juego, por ejemplo) no puede, notoriamente, ser anterior al año 2000, por lo que el "pasado" del Bond de Skyfall no excede los 13 años. ¿Tiempo suficiente para volverlo un dinosaurio, para que sus raíces se hundan en un mundo pretérito, analógico y más heroico? Por supuesto que no. Las raíces con las que se juega en Skyfall no son las del Bond de Craig, el Bond "real" convocado dentro de la ficción de la película: son las del Bond arquetípico, por decirlo de alguna manera, el Bond metaficticio, el que pasa por Connery, Niven, Lazenby, Moore, Dalton y Brosnan. Esa confusión de niveles (un "Bond real" en la ficción y un "Bond arquetípico" aludido desde el tema) es, en cualquier caso, un pliegue de complejización de Skyfall, que, por esto, se vuelve todavía más interesante. ¿Termina siendo un argumento a favor de la afirmación con la que comienza este artículo? Quizá.

Ramiro Sanchiz

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